sábado, 3 de agosto de 2013

Domingo 18º del Tiempo Ordinario. Ciclo C






18º  DOMINDO  T. O.  Lc 12, 13-21

MCS.- Cuando huyendo del camino de la solidaridad nos adentramos a través del portal del egoísmo, caemos sin remedio, tal vez deseándolo, como sólo estas cosas se pueden desear, en el mundo de la mentira, de la inconsistencia, donde para no ver que todo, absolutamente todo, no aspira sino a la muerte, aceptamos entrar a participar en un circo que nos haga olvidar la mentira de toda nuestra vida, esa que nos dice que podemos construir aquí el paraíso... No hay engaño con una fuerza semejante como el que es capaz de imaginar aquel que desea ser engañado...
¿Cómo hemos podido dejarnos engañar tanto? ¿Por qué tenemos tanta necesidad de ser engañados? Y un día, finalmente, se rompe la cuerda que atraviesa la pista del gran teatro del mundo, por donde caminaban realizando sus hipnóticos números los bufones de la mentira, y su trágica muerte nos hace despertar...
Pero ya no recordamos que al atravesar el portal del mágico-egoísmo, porque la magia siempre resulta tremendamente egoísta, nos pusieron las gafas de la envidia -no podemos decir si fue inconscientemente o aceptando el hecho como una parte integrante de nuestra historia-. Y con esas gafas, nada que no tuviese antes valor para otro, tendría valor para nosotros. Dinámica de la envidia que nos arrastra a aceptar entrar en la dinámica perversa de la violencia, como en casi todo, sin darnos cuenta y afirmando que se trataba de algo de lo más natural -todos lo hacen-, perteneciente a la dinámica perversa de la vida y del mundo: Todos contra todos, y finalmente todos contra uno, tras el engaño de la falsa paz: ¿a qué dioses dejamos entrar por esa puerta?...
Por todo esto, cuando llegó el momento, nosotros, como tantos otros, también deseamos apoderarnos de la rama dorada que poseía el guardián de la puerta del paraíso. Dimos la frase por cierta, nosotros, habitantes del mundo de la mentira. Creímos que sería aquello, aquella posesión, lo que nos conduciría a la felicidad y la libertad completas, definitivas. Tristemente descubriendo, para nuestra desesperación, cuando finalmente derrotamos al triste guardián, que la posesión de la rama dorada, junto con la custodia de la puerta -que creíamos del paraíso- no es otra cosa que la más terrible de las condenas; pues nos obliga a permanecer ante el portal que no nos es dado atravesar, esperando, esperando siempre, hasta el día, o en su defecto, la más oscura de las noches, también nosotros, rodeados por una corona de tristeza, al que, tan engañado como nosotros lo estuvimos cuando entonces, nos arrebate junto con la rama también la vida, para convertirse él, o ella, en un triste guardián poseído por su rama dorada.
¿Quién nos librará del eterno laberinto, del eterno retorno irracional, envidioso y violento?... San Pablo nos aclara el asunto: "Buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo..; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra". Buscad y aspirad, dos verbos que nos apuntan a lo que importa de verdad: descubrir la dimensión transcendente que tenemos. Esto nos producirá el contento, y solamente estaremos contentos cuando haya contenido en nuestras vidas. Esto es encontrar el sentido: ser rico ante Dios, es serlo como es Dios, es decir, rico en amor, entrega y misericordia. Acumular por acumular siempre nos lleva a perder la alegría y la amistad generosa, a quedarnos en la torpeza de no saber dar. ¿Qué hay de humano en esa existencia?
Y a la hora de tomar alguna decisión importante para nuestra vida: "Situarme en la hora de mi muerte y ver qué es lo que me hubiera gustado hacer en el momento de la decisión",-siempre ante Dios-. Sin olvidar nunca que "Ninguna inversión en el amor se pierde".
La crisis que padecemos puede tener una orilla buena: darnos cuenta que tenemos que poner empeño para construir una sociedad más justa, libre e igualitaria. En esta tarea los cristianos tenemos mucho que aportar. Decía san Ambrosio: "Yo te muestro dónde puedes guardar mejor tu trigo, dónde puedes estar seguro de que no te lo arrebatarán los ladrones: Dalo a los pobres".
Comulgar con Cristo es una invitación a dar y no almacenar. Jesús se nos da él mismo. ¡qué maravilloso trueque! Que los ojos de nuestro corazón generoso sepan ver el amor entregado hasta el extremo por liberarnos de todo lo que nos ata egoístamente.

domingo, 14 de julio de 2013

SAN PABLO Y LA PSICOLOGÍA



SAN PABLO Y LA PSICOLOGÍA

La psicología se interesa por las afirmaciones que Pablo hace de sí mismo en Rom 7 sobre su desgarro interior: “No hago el bien que quiero, sino lo que aborrezco” (Rom 7,15). No se siente libre. Parece habitado por un poder que le empuja a una conducta que no responde a la imagen ideal que tiene de sí.
La psicología ve la razón de esta escisión en la represión de los deseos instintivos. Debido a que las necesidades instintivas contradicen la imagen ideal propia, quedan reprimidas en el inconsciente, pero desde allí despliegan su actividad destructiva y sabotean lo que nos hemos propuesto conscientemente. Lo reprimido no queda eliminado. Influye en nosotros desde el inconsciente impidiéndonos hacer aquello que desde el entendimiento hemos considerado correcto.
Evidentemente, el ser humano está dividido. El yo, en la psicología jungiana el sí mismo en cuanto núcleo de la persona, tiene el poder de determinar mi modo de actuar. Hay en mi otra fuerza. Pablo la llama el pecado, la hamartia, que habita en mí. Es una fuerza que me empuja a desacertar en lo que quiero. Hamartia viene de hamartano, “faltar”, “fallar”, “no dar en el blanco”. La psicología lo llama el poder de lo reprimido. Lo que no queda transformado sigue influyendo en mí. Y continúa empujándome a un obrar que contradice mi opinión consciente hasta que finalmente hago acopio de valor para mirar a lo reprimido y otorgar a la sombra su legitimidad.
Sólo cuando yo reconozca mi agresividad reprimida, ésta dejará de destruirme a mí y a las personas que están junto a mí. Lo reprimido nos divide y nos desgarra. Lo percibido y sacado a la luz se puede cambiar. Pablo capitula con su entendimiento y voluntad ante este poder del pecado, ante el poder de la tendencia, que habita en su interior, a hacer algo que en realidad no quiere en absoluto. El único camino que él recomienda para salir de esta situación crítica es poner la verdad personal ante Cristo. Él le salvará de esa escisión. Sólo se puede cambiar lo que se pone a la luz de Cristo.
Pablo “sabía de su sombra y creía que sólo Dios podía librarle de ella”. Pablo tenía conciencia de que no era sólo bueno, sino de que en él había otros ámbitos, aspectos oscuros y malos de su alma. Y confiaba en que sería liberado de ellos por la gracia, y no por su propio rendimiento. Ésta es una noción esencial que también hoy nos puede hacer mucho bien: “El amor de Dios no te lo ganas con tus obras. Dios te acepta no como a alguien lleno de claridad y luz que ha expulsado de sí toda tiniebla, sino tal como eres”.
Quien piensa que puede hacer todo cuanto quiere reprime necesariamente sus lados oscuros. Su sombra se hace cada vez mayor y no advierte cómo la exterioriza luego. Pablo quiere hacernos una invitación a vernos de manera realista, con nuestros lados luminosos y nuestros lados sombríos. Sólo entonces darán fruto nuestros esfuerzos espirituales. Es frecuente que quienes se sienten desgarrados en su interior sean precisamente quienes tienen ideales demasiado elevados.
La psicología habla de personalidad múltiple o de personalidad dual. Lo que se quiere decir es que el ser humano está dividido en yoes distintos que coexisten. Un yo desea ser bueno y persigue en su conducta ideales morales, pero el otro hace el mal. Con frecuencia, estos dos yoes están completamente separados el uno del otro. No tienen comunicación entre sí.
Esta duplicación la encontramos, por ejemplo, en los médicos de los campos de concentración nazis, en muchos terroristas, agrupaciones mafiosas o bandas juveniles. “El jefe mafioso o el cabecilla de un escuadrón de la muerte que ordena (o lleva él mismo a cabo) a sangre fría el asesinato de un rival y al mismo tiempo sigue siendo esposo y padre amante y, por supuesto, sigue yendo a la iglesia”.
La cuestión es cómo reconcilio mis lados conscientes con los lados sombríos y cómo uno ambos yoes entre sí. Pablo recomienda dos caminos. El primero consiste en juntar a los dos yoes, con bastante frecuencia separados y contiguos, e iniciar un diálogo entre ellos. Pablo dio ya comienzo a este diálogo en su texto. Pone a los dos yoes a dialogar. Esto nos protege de escindir al yo bueno y moral del malo e inmoral. Relativiza nuestro yo bueno. El diálogo nos muestra que, con nuestras propias fuerzas, no podemos superar esta escisión.
El segundo camino consiste, según Pablo, en poner mi desgarro ante Cristo, en ampliar el diálogo entre los dos yoes a una conversación a tres bandas con Jesucristo. Jesús ocupa para Pablo el lugar del terapeuta, que no sólo habla con el cliente, sino que le posibilita, ante él y con él, entrar también en conversación con la propia alma. Para Pablo, lo importante es confesar ante Jesucristo el propio desgarro sin lacerarse con sentimientos de culpa y sin someterse así a la presión de tener que matar al yo malo a toda costa. Pablo cree que poner la mirada en Jesucristo me conduce a mi verdadera esencia y a mi totalidad.
Si sólo miro a mi desgarro, nunca me desharé de él, por más esfuerzos que haga. Con mi voluntad no conseguiré hacer todo aquello que he reconocido como correcto. Tampoco puedo utilizar a Cristo como fuente de energía que me dé la fuerza necesaria para superar la escisión. Lo único que puedo hacer es contemplar a Jesucristo a través de mi desgarro, poner ante él mi escisión. Entonces experimento, en medio de la escisión, que estoy autorizado a ser tal como soy, incluso con mis lados sombríos, incluso con mi incapacidad para hacer el bien. Pues el amor de Cristo abarca mis dos lados: al justo y al pecador, al que observa correctamente las normas y al que, por el contrario, las infringe, al que sostiene los altos ideales y al que los desmiente con su conducta totalmente distinta.
En Romanos 7, Pablo deja de rabiar contra el yo no amado que actúa contra la ley. Sencillamente se entrega al amor de Cristo y esto le libera de su desgarro. Éste es también el camino que recomienda la psicología: entregarse con ese desgarro interior a la gracia de Dios y despedirse de las ambiciosas ilusiones con las que lo único que queremos es rehuir la propia verdad.
El tema Pablo y Psicología se podría entender también de otra manera. Ningún otro escritor bíblico (¿Jeremías?) nos ha permitido mirar su alma con tanta profundidad como Pablo. Así, podríamos interpretar sus afirmaciones desde una perspectiva psicológica. Naturalmente, ésta es una empresa arriesgada, pues siempre corremos el peligro de proyectar sobre la figura de Pablo nuestros propios lados sombríos, pero una cosa si parece posible, aun cuando requiera mucha prudencia… Pablo no habla de su propio desgarro sólo en Rom 7; de hecho, también lo percibimos en sus otras cartas. Por ejemplo, por una parte está fascinado por Jesucristo y quisiera dar su vida por él, pero luego echa pestes con muchísima agresividad contra los enemigos del Evangelio. Y la cuestión es si esto sólo se debe al celo santo que desea preservar la pureza del Evangelio o si ahí no resuenan también heridas y susceptibilidades propias. En sus manifestaciones agresivas podemos advertir muy claramente sus lados sombríos. Incluso después de su conversión, Pablo siguió conservando sus estructuras psicológicas más bien compulsivas. Si antes de la conversión quería acreditar su valía mediante la observancia de los mandamientos, después pretendía hacerlo mediante el trabajo que realizaba al servicio del Evangelio. Él mismo dice que, pese a toda su espiritualidad y toda su cimentación en Jesucristo, se ve atormentado por una enfermedad humillante. Pese a su espiritualidad, sigue teniendo -podríamos decir- esas estructuras neuróticas suyas que le resultan desagradables y de las que se avergüenza ante las comunidades.
También esta experiencia es para nosotros consoladora, y responde igualmente a la experiencia terapéutica. Con la terapia no llegamos a ser perfectos. No quedamos completamente libres de nuestros patrones neuróticos, pero ya no nos dominan. Los afrontamos de manera más consciente y podemos distanciarnos continuamente de ellos. Y en Pablo podemos observar perfectamente esta transformación.
En virtud de su encuentro con Jesucristo ha llegado a ser más abierto y más libre, más cariñoso y más compasivo, pero en medio de esta elevada espiritualidad aparecen continuamente lados sombríos que demuestran que, con toda su experiencia mística, Pablo sigue siendo, no obstante, un ser humano de carne y hueso, una persona llena de inquietud, un ser humano consciente de sus lados sombríos y que a veces sufre profundamente debido a ellos.

Explicación de afirmaciones teológicas y místicas desde la psicología

‹‹Cristo nos conduce, desde el ego, hasta el verdadero sí mismo. El sí mismo no es ya algo puramente humano, sino al mismo tiempo algo que nos supera. En él se unen lo divino y lo humano: Puesto que el ser humano sólo se reconoce como un yo, el sí mismo como totalidad es indescriptible e imposible de distinguir de una imagen divina, la autorrealización entraña, en un lenguaje religioso-metafísico, la encarnación de Dios››.
Pablo, en el encuentro con Jesucristo, quedó libre del ego, que gira constantemente en torno a sí, y abierto a su verdadera esencia y, al mismo tiempo, abierto a Dios y a los demás. Fue una experiencia que se le regaló, una experiencia espiritual de Jesucristo que, sin embargo, también transformó su psique. El ego quedó para él crucificado en Cristo, de manera que Pablo encontró acceso a su verdadero sí mismo, a la imagen auténtica e intacta de Dios en él: la esencia humana es divina.
Experimentó en lo más íntimo una sanación que no podía quedar destruida ni siquiera por las enfermedades y flaquezas exteriores. El camino de la humanización va del ego al sí mismo. El ego es el núcleo consciente de la persona. El sí mismo es, sin embargo, su esencia más íntima; el sí mismo encierra tanto lo consciente como lo inconsciente, tanto lo humano como lo divino.

Para llegar hasta el sí mismo hay distintos caminos:

El camino de la vía mística: Cuanto más mire dentro de mí, más penetraré lo superficial y más adivinaré, por debajo de todo lo observable, el sí mismo, que en última instancia no es ya visible ni palpable.
El camino de la meditación: detenerse y tomar conciencia, me conduce a mi verdadera esencia: “Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí”.
El camino del sufrimiento: (2Cor 4,16).- “Aun cuando nuestra condición física se vaya deteriorando, nuestro ser interior se renueva de día en día. No hemos de escoger el sufrimiento. Pero si lo aceptamos de Dios como Pablo, puede convertirse en un camino de transformación. El mayor enemigo de la transformación es una vida de éxito. Cuando todo va como la seda, con frecuencia también nos quedamos en la superficie de nosotros mismos y no penetramos más hondo en nuestro interior. El sufrimiento deteriora sólo lo exterior. Lo interior no puede ser destruido. Al contrario: cuanto más ámbito superficial quede abierto por la fuerza, más profundamente entraremos en contacto con nuestra esencia interior. Se trata de desasir lo viejo para que pueda crecer en nosotros algo nuevo. Lo nuevo, lo que Pablo nos promete en Cristo, requiere la muerte de lo viejo. Y esto no siempre responde a nuestro anhelo, pues morir es siempre doloroso. Pues todo el que emprende el camino de una humanización genuina sabe que no existe ninguna senda fácil hasta la armonía con el sí mismo más íntimo. En unos casos hay que abrir por la fuerza realidades endurecidas; en otros hay que contradecir los criterios con los que nos gusta medirnos, para que salga a la luz la verdadera imagen del ser humano que resplandeció para nosotros en Jesucristo y que desea irradiar también en nuestro corazón.

lunes, 27 de mayo de 2013

TRÍPTICO DE LA RÚAH...

1.- CUANDO VAYAS A ORAR...
            Ensancha tu deseo
            Otro elemento fundamental es el deseo, la insatisfacción, porque la oración nace de nuestra pobreza y se dispara como una flecha desde la tensión de ese arco.
            Lo que la ahoga, en cambio, es el engaño de una saciedad aparentemente satisfecha o la suficiencia que nos impide reconocer nuestra indigencia y nuestros límites:
            “Dices: ‘Soy rico, me he enriquecido, nada me falta’. Y no te das cuenta de que eres un desgraciado, digno de compasión, pobre, ciego y desnudo...” (Ap 3,17).
            Tenemos la tendencia a culpar de nuestra “indolencia oracional” a los ritmos acelerados de la vida en las grandes ciudades, al acoso de los medios de comunicación, a la obsesión consumista y viajera de nuestra cultura... Todo eso, pensamos, nos hace difícil encontrar tiempo y espacios sosegados para orar y puebla nuestro silencio de imágenes distractivas. Aunque eso sea verdad, lo que más hondamente nos incapacita para la oración es aquello que apaga y debilita nuestro deseo:
            -el racionalismo, que prescinde del lado oscuro y latente de la realidad y pretende explicarla y dominarla en su totalidad;
            -el psicologismo como explicación última de todo, que sospecha de los deseos como escapatorias evasivas, les niega sistemáticamente un origen trascendente y nos instala en un nivel de positivismo hermético;
            -el narcisismo, que ciega la brecha de la alteridad y nos encierra en una cámara poblada de espejos desde la que la invocación se hace imposible;
            -el hábito del confort, convertido en necesidad absoluta, que nos invita a instalarnos en lo ya conseguido;
            -el activismo compulsivo, que nos hace creer que no necesitamos de nadie y que podemos solucionarlo todo con nuestro esfuerzo, con tal que lleguemos a proponérnoslo;
            -la confusión de la tolerancia con el amor, que enfatiza los aspectos más segurizantes de la existencia, idealiza una tranquila mediocridad y niega al amor su inclinación hacia la desmesura, la exageración y la ausencia de cálculo.
            El deseo, en cambio, nos arrastra fuera de la estrechez de nuestros límites, hace de nuestro “yo” una estructura abierta y opera el milagro de convertirnos en criaturas referidas a Otro. “Amar, como orar -dice J.M. Fernández Santos-, es alojar a un extraño en las propias entrañas. Es dejar que el proyecto, los deseos, la vida de otro... inunden nuestro proyecto, nuestros deseos, nuestra vida; y esto, que es una división, paradójicamente nos integra. En la masa oscura de nuestros deseos, la presencia de Otro que es mayor que nosotros mismos nos va llevando, de deseo en deseo, hacia una mayor transparencia de nosotros mismos”. Recorrer el camino de la oración es muy duro; por eso hay tan pocos que lo hacen. Es recorrer el camino de los propios deseos; y casi no nos atrevemos a desear, sólo a calmar necesidades; y para ellas los objetos bastan. Pero Dios es Alguien. Tratar con Él es quemar las naves de la saciedad satisfecha. Es poner en pie el inmenso continente de nuestros deseos siempre avivados.  
                                   Compañeros en el camino. Iconos bíblicos para un itinerario de oración
                                    Dolores Aleixandre RSCJ

martes, 21 de mayo de 2013

TERAPIA PARA EL SÍNDROME-COMPLEJO DEL HERMANO MAYOR Lc 15,11-33





 


EL SÍNDROME-(COMPLEJO) DEL HERMANO MAYOR.-   
Lc 15,11-33



LA BIENAVENTURANZA DE AMAR COMO EL PADRE AMA 

 (Lc 6, 27-38)



Este evangelio prosigue con el denominado "Sermón de la Llanura" (que es la versión lucana, mucho más breve, del "Sermón de la Montaña" expuesto en el evangelio según san Mateo). A continuación de las bienaventuranzas, vienen estas enseñanzas de Jesús. Están dichas de un modo contundente, casi provocativo. Y hay que dejarlas caer despacio, como gota a gota, en el corazón, para que éste se empape de ellas.

Creo que podrían formularse en forma de bienaventuranza. Y, en realidad, Lucas las formuló así en otro pasaje de su evangelio. En ese otro momento, Lucas cuenta que Jesús, tras aceptar una invitación a comer en casa de un fariseo, «observando cómo los comensales escogían los puestos de honor, le dijo al que le había invitado: "Cuando ofrezcas una comida o una cena, no invites a tus amigos o hermanos o parientes o a los vecinos ricos; porque ellos a su vez, te invitarán y quedarás pagado. Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos. ¡Dichos tú, entonces, porque no pueden pagarte!, pues te pagarán cuando resuciten los muertos» (Lc 14,12-14).

¡Bienaventurado, dichoso tú, cuando invites a los que no puedan pagarte!

¿De dónde vendrá ese afán que tenemos siempre por cobrar? El tiempo, si se aprovecha bien, nos hace más sabios, pero cuando sólo se utiliza para tratar de justificar nuestros "derechos adquiridos", no suele hacernos otra cosa que más necios... ¡Ay, nuestra dignidad, puesta siempre en los ojos de los otros, cuando tendrían que ser los de Dios, los ojos de Dios los únicos que de verdad nos importasen! Siempre parecen sobrarnos los motivos para estar arriba, olvidando de esa manera lo que nos dice Jesús: que nuestra verdadera dignidad está en ser los últimos, los servidores-esclavos de todos...

Este evangelio nos da la explicación del porqué de esa dicha: porque si obras así, te parecerás a Dios, tu Padre, que es bueno, y serás hijo del Altísimo. Pues el evangelio de hoy está repleto de sugerencias que constituyen en su conjunto una llamada a que nos parezcamos al Padre:

* A un Padre que -como repite insistentemente san Pablo en sus cartas- nos amó cuando éramos enemigos suyos. Él se acercó a nosotros cuando éramos todavía pecadores. Por tanto, es un Padre cuyo comportamiento es siempre de gratuidad; nos amó primero (y porque nos amó nos creó, como dice el Libro de la Sabiduría), sin esperar a nuestra iniciativa y sin aguardar a que fuéramos buenos y amables, es decir, dignos de amor.

* A un Padre que ama sin fronteras, que hace salir el sol y caer la lluvia para bien de justos e injustos; y que es bueno con los desagradecidos y los malvados. Es un Dios Padre que "nos quiere independientemente de cuál sea nuestra condición. Eso es lo que significa que Dios es nuestro Padre, que es amor incondicionado.

* A un Padre que sabe y vive (porque Él es puro Don y Autodonación) que "más vale dar que recibir" (ese dicho de Jesús que recoge san Pablo en un discurso de los Hechos de los Apóstoles 20,35).

* A un Padre que es compasivo -se le "derriten las entrañas" ante nuestros pesares-, es "bueno del todo" -como traduce la Nueva Biblia Española- y derrama setenta veces siete su compasión y su misericordia sobre nosotros.



Jesús nos dice que parecerse a ese Padre es una dicha; quien lo hace es bienaventurado.

Pero para serlo, debemos amar con el mismo estilo de amar que tiene el Padre. Es el amor que Jesús reveló y que Él mismo practicó en su vida. ¿Cómo es ese amor?

* Un amor que no se limita a los amigos y a los que pueden recompensarnos, sino que alcanza a los que no lo agradecen; y a los enemigos, para que, a través de nuestro amor, descubran, desconcertados por nuestros gestos amistosos, la torpeza de ser enemigos y les lleve a la reflexión sobre su conducta equivocada.

* Un amor que sabe que al mal se le vence con el bien; y que los conflictos no se resuelven metiéndose en el vértigo de la espiral de violencia. Pues Jesús, al enseñarnos esta calidad de amor, partía de su propia experiencia de Dios, su Padre. Y Dios, el Padre, bueno del todo y bueno con todos, ama y busca la justicia, sí; pero no es violento. No destruye a los injustos, sino que busca su cambio. Así es Dios y así hay que trabajar por un mundo más humano; no introduciendo más violencia en él, sino buscando el cambio de las personas y la humanización de las relaciones.

* Un amor que no está basado en el trueque -te amo si me amas-, sino que es un amor asimétrico: es decir, un amor que dice: amaré aunque no me ames. Pues hijo de tal Padre no es el que no hace mal a nadie, pero queda encerrado en su propio y cómodo egoísmo, sino el que hace el bien a el que no lo merece; y así se arriesga a amar sin esperar nada a cambio, si no es el crecimiento del otro y el hacer su vida más humana.

* Un amor que quiere superar el mercantilismo imperante en nuestra sociedad competitiva -do ut des: te doy si me das-, y que quiere imitar la gratuidad desbordante de Dios Padre. Porque el que practica ese amor asimétrico parte de la experiencia que él mismo tiene de cómo Dios se ha comportado con él; pues el Padre, a pesar de sus miserias, de sus flaquezas y pecados, le ha seguido queriendo y aceptando. Y desde esa experiencia de estar abrazado por ese amor gratuito e incondicional de Dios, se siente apremiado y comprometido a corresponder con todas sus fuerzas al amor incondicionado de Dios: a amar también sin condiciones, aunque el otro sea o parezca su enemigo.



¿Es posible un amor así? Al comienzo de sus exhortaciones, Jesús dice: "A los que me escuchéis, os digo...". Jesús se dirige a todos, no solamente a sus discípulos o a una élite. Se dirige a cualquiera que desea escucharle. Por tanto, Jesús cree que un amor así es posible; pero lo cree posible contando con la fuerza de Dios. Recordemos el dicho de Jesús -que recoge también Lucas en su evangelio-: "Lo que parece imposible para el hombre, es posible para Dios". Con la fuerza, con la ayuda de Dios es posible acercarnos cada vez más a ese amor de Dios que nos hace hijos.

Aquí vale la célebre frase de san Agustín: "Pídeme lo que quieras, Señor, pero dame la fuerza para hacer lo que me pides". Con la gracia de Dios podremos pedir e ir teniendo ese amor amplio y misericordioso que nos hace parecernos al Padre; un amor que sabe perdonar.

Hablamos de acercarnos a ese amor perdonador del Padre; por tanto, de un proceso que puede requerir tiempo; de un horizonte al que ir aproximándose con paciencia, pero con confianza. Sabiendo que la gracia es don y es tarea. Que hay que pedirla, pero también colaborar con ella. Y por eso hay que ir dando pasos para, con la ayuda del Señor, no acumular resentimiento ni cebarnos en la agresividad que despiertan en nosotros los agravios recibidos, ni dejar que la defensa de nuestros derechos se convierta en una palanca de revancha vengativa; y, aunque es difícil olvidar, es muy importante la manera de recordar lo pasado, porque hay modos de recordar que son dañinos no solo para el ofensor, sino también para el ofendido... Y todo esos pasos hay que ir dándolos con el corazón anclado y la vista fija en el Dios Padre que ama y perdona, y de cuyo amor y perdón vivimos todos.

Decíamos al comienzo que este evangelio podría formularse en forma de bienaventuranza. Sería así: "Bienaventurado el que ama como Dios Padre ama, porque será un hijo digno de Él".

Bien-aventuranza es una palabra compuesta: significa "aventurarse bien". Supone, pues, riesgo, aventura, apuesta... Pero es un riesgo que vale la pena: pues es arriesgarse para parecerse al Padre. Seamos bien-aventurados: aventurémonos bien, arriesguémonos, pidiendo para ello su gracia, a ser hijos que aman como su Padre ama.



LOS FRUTOS DEL CORAZÓN     Lc 6,39-45

Este evangelio recoge la parte final del "Sermón de la Llanura". Jesús ha expuesto el núcleo esencial de su mensaje: el amor que tiene que impregnar toda la vida del discípulo. Es un amor al prójimo que abarca a los propios enemigos. Y la motivación que daba Jesús para fundamentar la existencia cristiana en ese amor era la bondad y misericordia de Dios, Padre de todos, que es "bueno del todo". Jesús nos decía: "Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo; no juzguéis y no seréis juzgados".

En este tramo final del discurso -en el que Lucas reúne diversos proverbios y breves parábolas de estilo sapiencial- Jesús ensancha el horizonte: este amor no se limita a los enemigos, sino que sus exigencias se extienden a las relaciones mutuas entre los propios cristianos. La  generosidad -de la cual es modelo el Padre- debe presidir también las relaciones de los miembros de la comunidad cristiana.

Vamos a concentrarnos en dos de las sentencias que pronuncia Jesús.


 La mota y la viga

Jesús, con una palabra muy dura, hipócritas (embusteros, farsantes), con la que tantas veces se enfrentó a los fariseos, denuncia la tendencia -que es con frecuencia la nuestra- a juzgar despiadadamente a los demás, mientras que somos omnicomprensivos con nosotros mismos e, incluso, cegatos ante nuestros defectos. Miramos con lupa y detectamos con sospechosa prontitud la "mota" en el ojo ajeno y no reparamos -exclama Jesús con una exageración provocativa- en la "viga" que se enseñorea de nuestros propios ojos. Jesús critica nuestra propensión a convertirnos en jueces y fiscales de los demás sin haber practicado antes una sana autocrítica que nos permita detectar nuestros fallos. Sin ella, seremos "como el ciego que quiere guiar a otro ciego; pues un hipócrita se puede considerar a sí mismo como un dechado de perfecciones, cuando en su interior está viciado. Pero entonces, caerá y hará caer en el pozo a los que pretende guiar. Queremos hacer de maestros y dar consejos a los demás, cuando no somos capaces de ver el camino nosotros mismos", pues nos lo impide la "viga" que nos emborrona la visión.

Jesús no prohíbe apreciar las cosas con objetividad, ni pretende condenar la corrección fraterna (Lc 6,41.42). Ha sido sobre todo san Mateo, el evangelista más eclesial, el que nos ha descrito con minuciosidad el proceso comunitario de esa corrección (Mt 18,15-18). Con ella, se trata de "ganar" al hermano; es decir, de "rescatar" e "incorporar" de nuevo a la comunidad al hermano -que sigue siendo hermano, pero que se ha "desviado" y "alejado"-; para "reganar" al miembro de la comunidad que ha sido débil y poco coherente en su conducta con lo que le pediría su fe (aunque nos diga: ¡No quiero, no me interesa, saber cómo me corriges, y si lo haces, no quiero que me lo hagas saber!). Pero, para que esa corrección sea auténticamente evangélica y no un simple y odioso proceso inquisitorial o una crítica vengativa, necesita que se practique con ciertas condiciones y desde determinadas actitudes: 1) Debe hacerse desde y para el amor. Si se corrige, no es para molestar, sino porque se ama a quien se corrige y se le quiere también liberar de sus errores, para que, a su vez, él pueda amar más. Si no hay amor, más vale no corregir; pues, en ese caso, habrá crítica o juicio despiadado, o incluso venganza, pero no corrección fraterna evangélica. Sólo se debería corregir al que se ama; 2) Paciencia, pues no puedo olvidar al corregir quién soy yo. ¡Que tenga memoria de quién soy yo, cuando corrijo! Esta bendita memoria, que me recordará mis debilidades, me hará tener una paciente comprensión con las faltas del otro; y así me hará ver la falta, pero no dejaré de amarle, imitando así la paciencia que Dios tiene conmigo; 3) Reciprocidad. Para corregir a otro, tengo yo que estar dispuesto a dejarme corregir; de lo contrario, sólo pretendo ser un juez intangible, no un frágil ser humano que también necesita mejorar. Entonces carecería de sincera humildad.

Jesús nos dice que ese jefe exigente, ese juez intangible que llevamos dentro, debe empezar reconociendo su propia debilidad; así eliminará todo atisbo de actitud farisaica por supuesta superioridad y sólo se dejará llevar, cuando corrige, por la serena objetividad del amor, que siempre es comprensivo y compasivo.



Limpios de corazón

Jesús nos invita a bucear en nuestro corazón. Nos dice: "El que es bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien; y el que es malo, de la maldad saca el mal". El valor del hombre se mide por su corazón. Por eso Jesús insiste a lo largo del Evangelio en que lo que Dios nos pide es nuestro corazón y no se contenta con nuestros labios (Is 29,13). Nos dirá que el mayor mandamiento se resume en "amar al Señor, tu Dios, con todo tu corazón". El hermano tiene que ser perdonado de corazón. Y la visión de Dios la promete a los limpios de corazón. Y hasta ofrece una definición de lo que es el hombre basada en el "contenido" de su corazón: "Donde está vuestro tesoro, allí está vuestro corazón". Como si dijera: hazme ver dónde tienes pegado el corazón, dónde está tu amor, y te diré quién eres.

Corazón (leb), en sentido bíblico -que es el que asume Jesús-, no es sólo el centro emocional, ligado a la vida afectiva. "Es el lugar del pensamiento, del querer y sentir del hombre. A él pertenecen, por tanto, en primer lugar, el conocimiento, las convicciones, la comprensión, la reflexión, que nosotros situamos en la "mente"; pero, además, es el lugar de las actitudes, y en él se fraguan la decisión y la opción, que para nosotros se sitúan en el terreno de la voluntad; por último, en él anidan los miedos, el amor y el odio, es decir, "los sentimientos", en un sentido más cercano al nuestro. El corazón resume, por tanto, el mundo interior del hombre. Significa la totalidad de la persona. De ahí que "lo que sale del corazón" sea responsabilidad del hombre total. "Lo que sale del corazón" es "lo que sale de dentro" y es lo que puede hacer puro o impuro al ser humano (Mt 15,18ss).

Ese "corazón" queda lejos de las miradas de los hombres, que tantas veces nos anclamos en las apariencias; pero está al alcance de Dios, que lo sondea (Sal 138[139]) y lo penetra (1Sm 16,17; Prov 15,11; Prov 4,22). Y Dios Padre lo mira porque es la bondad de nuestro corazón lo que nos hace asemejarnos a Él. Nuestro corazón puede ser reflejo de la bondad y la generosidad de Dios.

De esa raíz buena de nuestro ser brotarán también los frutos. Nuestras palabras y nuestras obras serán entonces buenas. De la misma manera que de un árbol sano no nacen frutos dañados, sino sanos, también de un corazón bueno brotarán coherentemente palabras y acciones sanas que servirán de testimonio que incite a los demás a imitar la bondad del Padre. "Cada árbol se conoce por su fruto", nos dice Jesús; y "lo que rebosa el corazón, se manifiesta exteriormente", no solamente en palabras, sino también en acciones.

Jesús, pues, nos pide que estemos atentos a nuestro corazón, que le chequeemos con frecuencia. Pues si nuestras palabras y nuestro comportamiento con los demás son ariscos, críticos, distantes, dañinos.., es un síntoma claro de que lo que está "detrás" de nuestra conducta es un corazón que necesita purificarse: no refleja, en absoluto, el modo de latir que tiene el corazón del Padre, sino que está rebosando orgullo y egoísmo.

Para realizar ese examen con sinceridad necesitamos ayuda. Pues nuestro corazón tiende a enmascararse. Pascal decía que "el corazón tiene razones que la razón no entiende". Pero también podemos decir que el corazón tiene sinrazones que la razón camufla, segregando justificaciones. Por eso, con humildad, tenemos que pedirle al Señor que nos haga "limpios de corazón", y nos enseñe -Él, que, como decía san Juan (Jn 2,24-25), "sabía lo que hay dentro de cada hombre"- a desbaratar los artilugios y camuflajes de nuestro corazón. Pues ya lo decía Jeremías: "Nada hay más falso y enfermo que el corazón, ¿quién lo entenderá? Yo, el Señor, penetro el corazón, sondeo las entrañas" (Jr 17,5-10).

Que Él penetre nuestro corazón, y nosotros con Él, para que se cumpla en nosotros lo que pide el Salmo 138 [139]: "Señor, sondéame y conoce mi corazón, ponme a prueba y conoce mis sentimientos... Mira, si mi camino se desvía, guíame por el camino recto" (vv. 23-24). Ello será posible si nos abrimos al Espíritu, que renovará continuamente nuestro corazón -"Os daré un corazón  nuevo y os infundiré un espíritu nuevo (Ez 36,26)-, y que ha sido derramado en nuestro corazón para darnos fuerza y poder vivir como hijos del Padre, que quieren tener un corazón semejante al suyo (Ga 4,4-7).