sábado, 3 de agosto de 2013

Domingo 18º del Tiempo Ordinario. Ciclo C






18º  DOMINDO  T. O.  Lc 12, 13-21

MCS.- Cuando huyendo del camino de la solidaridad nos adentramos a través del portal del egoísmo, caemos sin remedio, tal vez deseándolo, como sólo estas cosas se pueden desear, en el mundo de la mentira, de la inconsistencia, donde para no ver que todo, absolutamente todo, no aspira sino a la muerte, aceptamos entrar a participar en un circo que nos haga olvidar la mentira de toda nuestra vida, esa que nos dice que podemos construir aquí el paraíso... No hay engaño con una fuerza semejante como el que es capaz de imaginar aquel que desea ser engañado...
¿Cómo hemos podido dejarnos engañar tanto? ¿Por qué tenemos tanta necesidad de ser engañados? Y un día, finalmente, se rompe la cuerda que atraviesa la pista del gran teatro del mundo, por donde caminaban realizando sus hipnóticos números los bufones de la mentira, y su trágica muerte nos hace despertar...
Pero ya no recordamos que al atravesar el portal del mágico-egoísmo, porque la magia siempre resulta tremendamente egoísta, nos pusieron las gafas de la envidia -no podemos decir si fue inconscientemente o aceptando el hecho como una parte integrante de nuestra historia-. Y con esas gafas, nada que no tuviese antes valor para otro, tendría valor para nosotros. Dinámica de la envidia que nos arrastra a aceptar entrar en la dinámica perversa de la violencia, como en casi todo, sin darnos cuenta y afirmando que se trataba de algo de lo más natural -todos lo hacen-, perteneciente a la dinámica perversa de la vida y del mundo: Todos contra todos, y finalmente todos contra uno, tras el engaño de la falsa paz: ¿a qué dioses dejamos entrar por esa puerta?...
Por todo esto, cuando llegó el momento, nosotros, como tantos otros, también deseamos apoderarnos de la rama dorada que poseía el guardián de la puerta del paraíso. Dimos la frase por cierta, nosotros, habitantes del mundo de la mentira. Creímos que sería aquello, aquella posesión, lo que nos conduciría a la felicidad y la libertad completas, definitivas. Tristemente descubriendo, para nuestra desesperación, cuando finalmente derrotamos al triste guardián, que la posesión de la rama dorada, junto con la custodia de la puerta -que creíamos del paraíso- no es otra cosa que la más terrible de las condenas; pues nos obliga a permanecer ante el portal que no nos es dado atravesar, esperando, esperando siempre, hasta el día, o en su defecto, la más oscura de las noches, también nosotros, rodeados por una corona de tristeza, al que, tan engañado como nosotros lo estuvimos cuando entonces, nos arrebate junto con la rama también la vida, para convertirse él, o ella, en un triste guardián poseído por su rama dorada.
¿Quién nos librará del eterno laberinto, del eterno retorno irracional, envidioso y violento?... San Pablo nos aclara el asunto: "Buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo..; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra". Buscad y aspirad, dos verbos que nos apuntan a lo que importa de verdad: descubrir la dimensión transcendente que tenemos. Esto nos producirá el contento, y solamente estaremos contentos cuando haya contenido en nuestras vidas. Esto es encontrar el sentido: ser rico ante Dios, es serlo como es Dios, es decir, rico en amor, entrega y misericordia. Acumular por acumular siempre nos lleva a perder la alegría y la amistad generosa, a quedarnos en la torpeza de no saber dar. ¿Qué hay de humano en esa existencia?
Y a la hora de tomar alguna decisión importante para nuestra vida: "Situarme en la hora de mi muerte y ver qué es lo que me hubiera gustado hacer en el momento de la decisión",-siempre ante Dios-. Sin olvidar nunca que "Ninguna inversión en el amor se pierde".
La crisis que padecemos puede tener una orilla buena: darnos cuenta que tenemos que poner empeño para construir una sociedad más justa, libre e igualitaria. En esta tarea los cristianos tenemos mucho que aportar. Decía san Ambrosio: "Yo te muestro dónde puedes guardar mejor tu trigo, dónde puedes estar seguro de que no te lo arrebatarán los ladrones: Dalo a los pobres".
Comulgar con Cristo es una invitación a dar y no almacenar. Jesús se nos da él mismo. ¡qué maravilloso trueque! Que los ojos de nuestro corazón generoso sepan ver el amor entregado hasta el extremo por liberarnos de todo lo que nos ata egoístamente.