SAN PABLO Y LA PSICOLOGÍA
La psicología
se interesa por las afirmaciones que Pablo hace de sí mismo en Rom 7
sobre su desgarro interior: “No hago el bien que quiero, sino lo que
aborrezco” (Rom 7,15). No se siente libre. Parece habitado por un poder
que le empuja a una conducta que no responde a la imagen ideal que tiene de sí.
La psicología
ve la razón de esta escisión en la represión de los deseos instintivos. Debido
a que las necesidades instintivas contradicen la imagen ideal propia, quedan
reprimidas en el inconsciente, pero desde allí despliegan su actividad
destructiva y sabotean lo que nos hemos propuesto conscientemente. Lo reprimido
no queda eliminado. Influye en nosotros desde el inconsciente impidiéndonos
hacer aquello que desde el entendimiento hemos considerado correcto.
Evidentemente,
el ser humano está dividido. El yo, en la psicología jungiana el sí
mismo en cuanto núcleo de la persona, tiene el poder de determinar mi
modo de actuar. Hay en mi otra fuerza. Pablo la llama el pecado, la hamartia, que habita en mí. Es una
fuerza que me empuja a desacertar en lo que quiero. Hamartia viene de hamartano,
“faltar”, “fallar”, “no dar en el blanco”. La psicología lo llama el poder de
lo reprimido. Lo que no queda transformado sigue influyendo en mí. Y continúa
empujándome a un obrar que contradice mi opinión consciente hasta que
finalmente hago acopio de valor para mirar a lo reprimido y otorgar a la sombra
su legitimidad.
Sólo cuando yo
reconozca mi agresividad reprimida, ésta dejará de destruirme a mí y a las
personas que están junto a mí. Lo reprimido nos divide y nos desgarra. Lo
percibido y sacado a la luz se puede cambiar. Pablo capitula con su
entendimiento y voluntad ante este poder del pecado, ante el poder de la
tendencia, que habita en su interior, a hacer algo que en realidad no quiere en
absoluto. El único camino que él recomienda para salir de esta situación
crítica es poner la verdad personal ante Cristo. Él le salvará de esa escisión.
Sólo se puede cambiar lo que se pone a la luz de Cristo.
Pablo “sabía
de su sombra y creía que sólo Dios podía librarle de ella”. Pablo tenía
conciencia de que no era sólo bueno, sino de que en él había otros ámbitos,
aspectos oscuros y malos de su alma. Y confiaba en que sería liberado de ellos
por la gracia, y no por su propio rendimiento. Ésta es una noción esencial que
también hoy nos puede hacer mucho bien: “El amor de Dios no te lo ganas con tus
obras. Dios te acepta no como a alguien lleno de claridad y luz que ha
expulsado de sí toda tiniebla, sino tal como eres”.
Quien piensa
que puede hacer todo cuanto quiere reprime necesariamente sus lados oscuros. Su
sombra se hace cada vez mayor y no advierte cómo la exterioriza luego. Pablo
quiere hacernos una invitación a vernos de manera realista, con nuestros lados
luminosos y nuestros lados sombríos. Sólo entonces darán fruto nuestros
esfuerzos espirituales. Es frecuente que quienes se sienten desgarrados en su
interior sean precisamente quienes tienen ideales demasiado elevados.
La psicología
habla de personalidad múltiple o de personalidad dual. Lo que se quiere
decir es que el ser humano está dividido en yoes distintos que coexisten. Un yo
desea ser bueno y persigue en su conducta ideales morales, pero el otro hace el
mal. Con frecuencia, estos dos yoes están completamente separados el uno del
otro. No tienen comunicación entre sí.
Esta
duplicación la encontramos, por ejemplo, en los médicos de los campos de
concentración nazis, en muchos terroristas, agrupaciones mafiosas o bandas
juveniles. “El jefe mafioso o el cabecilla de un escuadrón de la muerte que
ordena (o lleva él mismo a cabo) a sangre fría el asesinato de un rival y al
mismo tiempo sigue siendo esposo y padre amante y, por supuesto, sigue yendo a
la iglesia”.
La cuestión es
cómo reconcilio mis lados conscientes con los lados sombríos y cómo uno ambos
yoes entre sí. Pablo recomienda dos
caminos. El primero consiste en
juntar a los dos yoes, con bastante frecuencia separados y contiguos, e iniciar
un diálogo entre ellos. Pablo dio ya comienzo a este diálogo en su texto. Pone
a los dos yoes a dialogar. Esto nos protege de escindir al yo bueno y moral del
malo e inmoral. Relativiza nuestro yo bueno. El diálogo nos muestra que, con
nuestras propias fuerzas, no podemos superar esta escisión.
El segundo camino consiste, según Pablo, en poner mi desgarro ante Cristo, en
ampliar el diálogo entre los dos yoes a una conversación a tres bandas con
Jesucristo. Jesús ocupa para Pablo el lugar del terapeuta, que no sólo habla
con el cliente, sino que le posibilita, ante él y con él, entrar también en
conversación con la propia alma. Para Pablo, lo importante es confesar ante
Jesucristo el propio desgarro sin lacerarse con sentimientos de culpa y sin
someterse así a la presión de tener que matar al yo malo a toda costa. Pablo
cree que poner la mirada en Jesucristo me conduce a mi verdadera esencia y a mi
totalidad.
Si sólo miro a
mi desgarro, nunca me desharé de él, por más esfuerzos que haga. Con mi
voluntad no conseguiré hacer todo aquello que he reconocido como correcto.
Tampoco puedo utilizar a Cristo como fuente de energía que me dé la fuerza
necesaria para superar la escisión. Lo único que puedo hacer es contemplar a
Jesucristo a través de mi desgarro, poner ante él mi escisión. Entonces
experimento, en medio de la escisión, que estoy autorizado a ser tal como soy,
incluso con mis lados sombríos, incluso con mi incapacidad para hacer el bien.
Pues el amor de Cristo abarca mis dos lados: al justo y al pecador, al que
observa correctamente las normas y al que, por el contrario, las infringe, al
que sostiene los altos ideales y al que los desmiente con su conducta
totalmente distinta.
En Romanos
7, Pablo deja de rabiar contra el yo no amado que actúa contra la ley.
Sencillamente se entrega al amor de Cristo y esto le libera de su desgarro.
Éste es también el camino que recomienda la psicología: entregarse con ese
desgarro interior a la gracia de Dios y despedirse de las ambiciosas ilusiones
con las que lo único que queremos es rehuir la propia verdad.
El
tema Pablo y Psicología se podría entender también de otra manera.
Ningún otro escritor bíblico (¿Jeremías?) nos ha permitido mirar su alma con
tanta profundidad como Pablo. Así, podríamos interpretar sus afirmaciones desde
una perspectiva psicológica. Naturalmente, ésta es una empresa arriesgada, pues
siempre corremos el peligro de proyectar sobre la figura de Pablo nuestros
propios lados sombríos, pero una cosa si parece posible, aun cuando requiera
mucha prudencia… Pablo no habla de su propio desgarro sólo en Rom 7; de hecho,
también lo percibimos en sus otras cartas. Por ejemplo, por una parte está
fascinado por Jesucristo y quisiera dar su vida por él, pero luego echa pestes
con muchísima agresividad contra los enemigos del Evangelio. Y la cuestión es
si esto sólo se debe al celo santo que desea preservar la pureza del Evangelio
o si ahí no resuenan también heridas y susceptibilidades propias. En sus
manifestaciones agresivas podemos advertir muy claramente sus lados sombríos. Incluso
después de su conversión, Pablo siguió conservando sus estructuras psicológicas
más bien compulsivas. Si antes de la conversión quería acreditar su
valía mediante la observancia de los mandamientos, después pretendía hacerlo
mediante el trabajo que realizaba al servicio del Evangelio. Él mismo dice que,
pese a toda su espiritualidad y toda su cimentación en Jesucristo, se ve
atormentado por una enfermedad humillante. Pese a su espiritualidad, sigue
teniendo -podríamos decir- esas estructuras neuróticas suyas que le resultan
desagradables y de las que se avergüenza ante las comunidades.
También esta
experiencia es para nosotros consoladora, y responde igualmente a la
experiencia terapéutica. Con la terapia no llegamos a ser perfectos. No
quedamos completamente libres de nuestros patrones neuróticos, pero ya no nos
dominan. Los afrontamos de manera más consciente y podemos distanciarnos
continuamente de ellos. Y en Pablo podemos observar perfectamente esta
transformación.
En virtud de
su encuentro con Jesucristo ha llegado a ser más abierto y más libre, más
cariñoso y más compasivo, pero en medio de esta elevada espiritualidad aparecen
continuamente lados sombríos que demuestran que, con toda su experiencia
mística, Pablo sigue siendo, no obstante, un ser humano de carne y hueso, una
persona llena de inquietud, un ser humano consciente de sus lados sombríos y
que a veces sufre profundamente debido a ellos.
Explicación de afirmaciones teológicas y
místicas desde la psicología
‹‹Cristo nos
conduce, desde el ego, hasta el verdadero sí mismo. El sí mismo no es ya algo
puramente humano, sino al mismo tiempo algo que nos supera. En él se unen lo
divino y lo humano: Puesto que el ser humano sólo se reconoce como un yo, el sí
mismo como totalidad es indescriptible e imposible de distinguir de una imagen
divina, la autorrealización entraña, en un lenguaje religioso-metafísico, la
encarnación de Dios››.
Pablo, en el
encuentro con Jesucristo, quedó libre del ego, que gira constantemente en torno
a sí, y abierto a su verdadera esencia y, al mismo tiempo, abierto a Dios y a
los demás. Fue una experiencia que se le regaló, una experiencia espiritual de
Jesucristo que, sin embargo, también transformó su psique. El ego quedó para él
crucificado en Cristo, de manera que Pablo encontró acceso a su verdadero sí mismo,
a la imagen auténtica e intacta de Dios en él: la esencia humana es divina.
Experimentó en
lo más íntimo una sanación que no podía quedar destruida ni siquiera por las
enfermedades y flaquezas exteriores. El camino de la humanización va del ego al
sí mismo. El ego es el núcleo consciente de la persona. El sí mismo es, sin
embargo, su esencia más íntima; el sí mismo encierra tanto lo consciente como
lo inconsciente, tanto lo humano como lo divino.
Para llegar hasta el sí mismo hay
distintos caminos:
El
camino de la vía mística: Cuanto más mire dentro de mí, más penetraré
lo superficial y más adivinaré, por debajo de todo lo observable, el sí mismo, que
en última instancia no es ya visible ni palpable.
El
camino de la meditación: detenerse y tomar conciencia, me conduce a mi
verdadera esencia: “Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí”.
El
camino del sufrimiento: (2Cor 4,16).- “Aun cuando nuestra condición
física se vaya deteriorando, nuestro ser interior se renueva de día en día. No
hemos de escoger el sufrimiento. Pero si lo aceptamos de Dios como Pablo, puede
convertirse en un camino de transformación. El
mayor enemigo de la transformación es una vida de éxito. Cuando todo va
como la seda, con frecuencia también nos quedamos en la superficie de nosotros
mismos y no penetramos más hondo en nuestro interior. El sufrimiento deteriora
sólo lo exterior. Lo interior no puede ser destruido. Al contrario: cuanto más
ámbito superficial quede abierto por la fuerza, más profundamente entraremos en
contacto con nuestra esencia interior. Se trata de desasir lo viejo para que
pueda crecer en nosotros algo nuevo. Lo nuevo, lo que Pablo nos promete en
Cristo, requiere la muerte de lo viejo. Y esto no siempre responde a nuestro
anhelo, pues morir es siempre doloroso. Pues todo el que emprende el camino de
una humanización genuina sabe que no existe ninguna senda fácil hasta la armonía
con el sí mismo más íntimo. En unos casos hay que abrir por la fuerza
realidades endurecidas; en otros hay que contradecir los criterios con los que
nos gusta medirnos, para que salga a la luz la verdadera imagen del ser humano
que resplandeció para nosotros en Jesucristo y que desea irradiar también en
nuestro corazón.