18º
DOMINDO T. O. Lc 12, 13-21
MCS.- Cuando huyendo del camino
de la solidaridad nos adentramos a través del portal del egoísmo,
caemos sin remedio, tal vez deseándolo, como sólo estas cosas se pueden desear,
en el
mundo de la mentira, de la inconsistencia, donde para no ver que todo,
absolutamente todo, no aspira sino a la muerte, aceptamos entrar a participar
en un
circo que nos haga olvidar la mentira de toda nuestra vida, esa que nos
dice que podemos construir aquí el paraíso... No hay engaño con una fuerza
semejante como el que es capaz de imaginar aquel que desea ser engañado...
¿Cómo hemos podido dejarnos engañar tanto? ¿Por qué tenemos tanta
necesidad de ser engañados? Y un día, finalmente, se rompe la cuerda que
atraviesa la pista del gran teatro del mundo, por donde caminaban realizando
sus hipnóticos números los bufones de la mentira, y su trágica muerte nos hace
despertar...
Pero ya no recordamos que al atravesar el portal del mágico-egoísmo,
porque la magia siempre resulta tremendamente egoísta, nos pusieron las
gafas de la envidia -no podemos decir si fue inconscientemente o
aceptando el hecho como una parte integrante de nuestra historia-. Y con esas
gafas, nada que no tuviese antes valor para otro, tendría valor para nosotros.
Dinámica de la envidia que nos arrastra a aceptar entrar en la dinámica
perversa de la violencia, como en casi todo, sin darnos cuenta y afirmando que
se trataba de algo de lo más natural -todos lo hacen-, perteneciente a la
dinámica perversa de la vida y del mundo: Todos contra todos, y finalmente
todos contra uno, tras el engaño de la falsa paz: ¿a qué dioses dejamos entrar por
esa puerta?...
Por todo esto, cuando llegó el momento, nosotros, como tantos otros,
también deseamos apoderarnos de la rama dorada que poseía el
guardián de la puerta del paraíso. Dimos la frase por cierta, nosotros,
habitantes del mundo de la mentira. Creímos que sería aquello, aquella
posesión, lo que nos conduciría a la felicidad y la libertad completas,
definitivas. Tristemente descubriendo, para nuestra desesperación, cuando
finalmente derrotamos al triste guardián, que la posesión de
la rama dorada, junto con la custodia de la puerta -que creíamos del paraíso-
no es otra cosa que la más terrible de las condenas; pues nos obliga a
permanecer ante el portal que no nos es dado atravesar, esperando, esperando
siempre, hasta el día, o en su defecto, la más oscura de las noches, también
nosotros, rodeados por una corona de tristeza, al que, tan engañado como
nosotros lo estuvimos cuando entonces, nos arrebate junto con la rama también
la vida, para convertirse él, o ella, en un triste guardián poseído por su rama
dorada.
¿Quién nos librará del eterno laberinto, del eterno retorno irracional,
envidioso y violento?... San Pablo nos aclara el asunto: "Buscad
los bienes de allá arriba, donde está Cristo..; aspirad a los bienes de arriba,
no a los de la tierra". Buscad y aspirad, dos verbos que nos apuntan a lo
que importa de verdad: descubrir la dimensión transcendente que
tenemos. Esto nos producirá el contento, y solamente estaremos
contentos cuando haya contenido en nuestras vidas. Esto es encontrar el
sentido: ser rico ante Dios, es serlo como es Dios, es decir, rico en amor,
entrega y misericordia. Acumular por acumular siempre nos lleva a
perder la alegría y la amistad generosa, a quedarnos en la torpeza de no saber
dar. ¿Qué
hay de humano en esa existencia?
Y a la hora de tomar alguna decisión importante para nuestra vida: "Situarme
en la hora de mi muerte y ver qué es lo que me hubiera gustado hacer en el
momento de la decisión",-siempre ante Dios-. Sin olvidar nunca que
"Ninguna
inversión en el amor se pierde".
La crisis que padecemos puede tener una orilla buena: darnos cuenta
que tenemos que poner empeño para construir una sociedad más justa, libre e
igualitaria. En esta tarea los cristianos tenemos mucho que aportar. Decía san
Ambrosio: "Yo te muestro dónde puedes guardar mejor tu trigo, dónde puedes
estar seguro de que no te lo arrebatarán los ladrones: Dalo a los pobres".
Comulgar con Cristo es una invitación a dar y no almacenar.
Jesús se nos da él mismo. ¡qué maravilloso trueque! Que los ojos de nuestro corazón
generoso sepan ver el amor entregado hasta el extremo por liberarnos de todo lo
que nos ata egoístamente.
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