ACUDIR A DIOS EN LA
ANGUSTIA
El
sentido de la oración de petición
1.1.-
Las
quejas y las acusaciones pueden, a veces, estar justificadas. Pero, una vez
presentadas, el acusado se encuentra siempre y tal vez inevitablemente en
desventaja, justamente porque está acusado y, ya solo por eso, la defensa y la
justificación es percibida a menudo por los demás como una secreta confesión de
culpa. Si alguien tiene que defenderse, algo no debe estar en orden, pues, de
otro modo, no haría falta toda esa defensa –piensan, con demasiada facilidad,
los hombres-.
Siendo así que, por desgracia, esta
curiosa ley realmente existe, se comprende ya que por este motivo es una tarea
difícil asumir la defensa de la oración de petición, dejar hablar a la parte
acusadora, tomarla en serio: tomar realmente en serio lo que el hombre
atormentado y amargado dice contra la oración de petición, pero, después de
todo cargo y descargo, después de toda alegación y réplica, creer y comprender
interiormente que tenemos que pedir y no debemos desfallecer.
Eso resulta difícil. En este caso,
efectivamente, el acusador es todo el curso del mundo. Todos los corazones
amargados y desesperados se han autoerigido en jueces. Y como testigos de cargo
se apuntan las naciones unidas de todos los desdichados. ¿Y quién no se siente
desdichado si es que puede acusar? Hasta si se quisiera ser estricto en la
selección de los testigos de cargo y dejar fuera a los descarados y a los
criticones, a los vividores y a los tarambanas, al final, mal que nos pese,
todos somos pobres y desdichados y, de ese modo, terminados reunidos todos en
el banquillo de los testigos contra la oración de petición. Los acusadores
provienen de todas partes: de todos los países, de todos los tiempos, de todas
las edades y clases. Y lo que dicen en contra de la oración de petición es una
y la misma queja de desesperación, de decepción, de incredulidad airada y
cansada. Y dice esa queja (que podría seguir tejiéndose sin nunca acabar):
«Hemos rezado, y Dios no nos respondió. Hemos gritado, y él permaneció mudo.
Hemos derramado lágrimas que quemaban nuestro corazón: no fuimos admitidos a su
presencia. Habríamos podido demostrarle que nuestras pretensiones son modestas,
que son realizables, siendo que él es el Omnipotente, podríamos hacerle ver con
claridad que el cumplimiento de esas peticiones es en el más propio interés de
su gloria en el mundo y de su reino. Si no, ¿cómo podría uno creer todavía que
él es el Dios de la justicia y el Padre de la misericordia y el Dios de todo
consuelo; que él existe, absolutamente? Más allá de todas las razones a favor y
en contra queríamos apelar a su corazón, al corazón que simplemente se apiada y
que con generosidad ordena a la justicia y a otras consideraciones darse por satisfechas;
habríamos tenido la confianza que mueve montañas (si sólo ésta hubiese
faltado); le habríamos mostrado por qué tenemos sobrados motivos para estar
desesperados sobre su silencio, habríamos tenido un sinfín de documentación: la
desoída oración por los bebés que murieron de hambre, la desatendida queja por
los pequeños que se ahogaron a causa de la difteria; el lamento de las niñas
deshonradas, de los niños golpeados hasta morir, de los esclavos explotados en
el trabajo, de las mujeres engañadas, de los que se han quebrado por la
injusticia, de los “liquidados”, de los lisiados, de los que fueron privados de
su honor, junto con nuestro desvalimiento exterior le habríamos mostrado
nuestros tormentos interiores, que no conmueven a Dios, los tormentos que
brotan de las antiguas preguntas que aguardan respuestas desde Adán: ¿Por qué
el malvado tiene éxito y el justo es el idiota? ¿Por qué los mismos rayos caen
sobre buenos y pecadores? ¿Por qué pecan los padres y expían los hijos? ¿Por
qué las mentiras tienen patas tan largas? ¿Por qué prosperan tan bien los
bienes injustos? ¿Por qué la historia del mundo es un único torrente de
estupidez, vileza y brutalidad? Y después de todas estas preguntas lo habríamos
conjurado diciéndole: por tu honor, por tu gloria, por tu nombre en este mundo
(nombre por el que, a fin de cuentas, tienes que responder tú), cuida de que,
en este mundo desolador, podamos encontrar un poco más claramente tus huellas:
las huellas de tu sabiduría, de tu justicia y tu bondad.
(Karl Rahner, SJ) 1.
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