miércoles, 24 de agosto de 2016

1.- ORACIÓN DE PETICIÓN

ACUDIR A DIOS EN LA ANGUSTIA
El sentido de la oración de petición

1.1.- Las quejas y las acusaciones pueden, a veces, estar justificadas. Pero, una vez presentadas, el acusado se encuentra siempre y tal vez inevitablemente en desventaja, justamente porque está acusado y, ya solo por eso, la defensa y la justificación es percibida a menudo por los demás como una secreta confesión de culpa. Si alguien tiene que defenderse, algo no debe estar en orden, pues, de otro modo, no haría falta toda esa defensa –piensan, con demasiada facilidad, los hombres-.
Siendo así que, por desgracia, esta curiosa ley realmente existe, se comprende ya que por este motivo es una tarea difícil asumir la defensa de la oración de petición, dejar hablar a la parte acusadora, tomarla en serio: tomar realmente en serio lo que el hombre atormentado y amargado dice contra la oración de petición, pero, después de todo cargo y descargo, después de toda alegación y réplica, creer y comprender interiormente que tenemos que pedir y no debemos desfallecer.
Eso resulta difícil. En este caso, efectivamente, el acusador es todo el curso del mundo. Todos los corazones amargados y desesperados se han autoerigido en jueces. Y como testigos de cargo se apuntan las naciones unidas de todos los desdichados. ¿Y quién no se siente desdichado si es que puede acusar? Hasta si se quisiera ser estricto en la selección de los testigos de cargo y dejar fuera a los descarados y a los criticones, a los vividores y a los tarambanas, al final, mal que nos pese, todos somos pobres y desdichados y, de ese modo, terminados reunidos todos en el banquillo de los testigos contra la oración de petición. Los acusadores provienen de todas partes: de todos los países, de todos los tiempos, de todas las edades y clases. Y lo que dicen en contra de la oración de petición es una y la misma queja de desesperación, de decepción, de incredulidad airada y cansada. Y dice esa queja (que podría seguir tejiéndose sin nunca acabar): «Hemos rezado, y Dios no nos respondió. Hemos gritado, y él permaneció mudo. Hemos derramado lágrimas que quemaban nuestro corazón: no fuimos admitidos a su presencia. Habríamos podido demostrarle que nuestras pretensiones son modestas, que son realizables, siendo que él es el Omnipotente, podríamos hacerle ver con claridad que el cumplimiento de esas peticiones es en el más propio interés de su gloria en el mundo y de su reino. Si no, ¿cómo podría uno creer todavía que él es el Dios de la justicia y el Padre de la misericordia y el Dios de todo consuelo; que él existe, absolutamente? Más allá de todas las razones a favor y en contra queríamos apelar a su corazón, al corazón que simplemente se apiada y que con generosidad ordena a la justicia y a otras consideraciones darse por satisfechas; habríamos tenido la confianza que mueve montañas (si sólo ésta hubiese faltado); le habríamos mostrado por qué tenemos sobrados motivos para estar desesperados sobre su silencio, habríamos tenido un sinfín de documentación: la desoída oración por los bebés que murieron de hambre, la desatendida queja por los pequeños que se ahogaron a causa de la difteria; el lamento de las niñas deshonradas, de los niños golpeados hasta morir, de los esclavos explotados en el trabajo, de las mujeres engañadas, de los que se han quebrado por la injusticia, de los “liquidados”, de los lisiados, de los que fueron privados de su honor, junto con nuestro desvalimiento exterior le habríamos mostrado nuestros tormentos interiores, que no conmueven a Dios, los tormentos que brotan de las antiguas preguntas que aguardan respuestas desde Adán: ¿Por qué el malvado tiene éxito y el justo es el idiota? ¿Por qué los mismos rayos caen sobre buenos y pecadores? ¿Por qué pecan los padres y expían los hijos? ¿Por qué las mentiras tienen patas tan largas? ¿Por qué prosperan tan bien los bienes injustos? ¿Por qué la historia del mundo es un único torrente de estupidez, vileza y brutalidad? Y después de todas estas preguntas lo habríamos conjurado diciéndole: por tu honor, por tu gloria, por tu nombre en este mundo (nombre por el que, a fin de cuentas, tienes que responder tú), cuida de que, en este mundo desolador, podamos encontrar un poco más claramente tus huellas: las huellas de tu sabiduría, de tu justicia y tu bondad.

(Karl Rahner, SJ) 1.

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