miércoles, 24 de agosto de 2016

6.- ORACIÓN DE PETICIÓN

ACUDIR A DIOS EN LA ANGUSTIA
El sentido de la oración de petición

1.6.- Si Jesucristo es la respuesta a nuestra pregunta, entonces su oración de petición es nuestra enseñanza. Al hablar de enseñanza nos estamos refiriendo a tres palabras de su oración de petición: “la palabra de la petición realista, la palabra de la confianza celestial, la palabra de la entrega incondicional”. Jesús pronuncia la palabra de la petición realista: “Aparta de mí este cáliz”; lo pide con todo el fervor del hombre acosado por la angustia y el horror, suplica sudando sangre por la angustia, implora bajo los estertores de un tormento de muerte. No pide cosas sublimes, celestiales; pide lo más miserable, que, para nosotros, seres terrenos, es lo más valioso: pide la vida, pide que pasen de él el tormento y la vergüenza de la ejecución. Su oración de petición es de una confianza celestial: “Yo bien sabía que me escuchas siempre” (Jn 11,42). Su oración de petición es una oración de entrega incondicional: “No se haga mi voluntad, sino la tuya”, y en tal medida es una entrega incondicional que el abandonado de Dios, el fracasado, el martirizado en la cruz, coloca todavía con entrega y con confianza su alma en manos del Padre.
¿Cómo se armonizan estas palabras en su alma? Jesús lucha con la voluntad de Dios hasta la sangre y, sin embargo, se ha entregado desde siempre a él. Lanza hacia lo alto su grito de angustia y, no obstante, se siente desde siempre seguro de ser escuchado; sabe que es escuchado siempre y en todo y, aun así, no quiere hacer otra cosa que la incomprensible voluntad de Dios; pide realmente con fervor por su vida y, sin embargo, su oración por su propia vida no es más que un ofrecimiento de su vida para la muerte. ¡Qué misteriosa es esta unidad de las realidades más contradictorias en la oración de petición de Jesús! ¿Quién puede interpretar exhaustivamente este misterio? Y, sin embargo, en ese misterio está contenido el de la verdadera oración de petición cristiana, el misterio de la oración de petición del Dios hecho hombre, de la verdadera oración de petición de “todo” cristiano, en la que, si se nos permite decirlo de este modo, se unen y compenetran sin mezcla ni separación, como en Cristo mismo, lo más divino y lo más humano. La oración de petición verdaderamente cristiana es totalmente humana: el miedo a la penuria terrena, el deseo de una preservación terrena, el tormento y el anhelo de la criatura se yerguen y claman a Dios, ante todo no propiamente por Dios mismo, sino por su ayuda para el pan terreno del cuerpo hambriento, para la vida terrena antes de la muerte. De ese modo es ella un grito de autoafirmación más vital, del impulso de la vida más inmediato, un grito de auxilio enteramente natural, humano. Y, sin embargo, esta oración de petición es a la vez enteramente divina: en medio de esta defensa de la tierra ante –y, en cierta medida, contra- Dios, todo le está ya entregado a él, el Incomprensible; un impulso de vida semejante y una autoafirmación tal se dejan circundar con docilidad, por todos los lados y de forma incondicional, por la voluntad de Dios, ante quien no hay apelación a una instancia superior, pues ese impulso de vida no quiere el pan y la vida, sino la voluntad de Dios, aun cuando esa voluntad sea el hambre y la muerte. Y esta oración de petición es divina y humana en uno: su fuerza y esperanza humanas se encienden justamente en el hecho de que se invoca al Omnipotente, que todo lo puede, de que se puede apelar a la promesa de Dios mismo; y, de ese modo, justamente porque se acerca a “Dios”, la oración de petición se hace tanto más viva, fuerte y humana. Y, aun así: puesto que la necesidad y el ansia terrenas, la autodefensa terrena, son elevadas por la oración de petición hacia la luz y hacia el amor de Dios, puestas delante de los esencial, de Dios, se vuelven provisionalmente traslúcidas hacia lo más alto, son arrastradas por aquel movimiento que lo conduce todo –sea la plenificación terrena o la carencia y la ruina terrenas- más allá, a la vida de Dios. Entonces, en esta misteriosa unidad divino-humana de voluntad del hombre frente a Dios y en esta entrega a la voluntad de Dios, en esta unidad en la que Dios toma la voluntad de la tierra, la entrelaza en la suya y, justamente así, la preserva, se hace también posible y comprensible la infalibilidad de la promesa divina de que la verdadera oración de petición será escuchada: tal escucha por parte del Padre pertenece al Hijo, y nos ha sido prometida como hijos del Padre y como hermanos de Cristo. Pero sólo somos esas dos cosas en la medida en que nos hemos introducido en la voluntad de Dios. Nuestra voluntad tiene que querer a Dios, querer su amor, su gloria, en esa voluntad tiene que haberse quemado todo lo egoísta: sólo entonces somos perfectamente hijos de Dios, sólo entonces nuestra oración de petición es divino-humana, sólo entonces podemos decir, junto con el Hijo: “sé que tú me escuchas siempre”. Sólo entonces el yo, que quiere ser escuchado, habrá entrado completamente (¡sin quedar absorbido!) en el tú que escucha, sólo entonces se hará plana aquella misteriosa simpatía y aquella armonía pura y libre entre Dios y el hombre, por la cual el hombre puede verdaderamente querer, aspirar y pedir a partir de su propia espontaneidad originaria, pero por la cual, al mismo tiempo, lo que él quiere, aspira y pide no es otra cosa que la aceptación pura de la voluntad del Eterno.

(Karl Rahner, SJ) 6.

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