MI PRIMER CATEQUISTA...
Mateo 12,31-32
Por eso os digo que a los hombres se les
perdonará todo pecado y blasfemia, pero la blasfemia contra el Espíritu no les
será perdonada. Y al que diga una palabra contra el Hijo del hombre, se le
perdonará; pero al que la diga contra el Espíritu Santo, no se le perdonará ni
en este mundo ni en el otro.
Jer 15, 18.-
“¿Por qué es continuo mi dolor, y mi herida incurable y sin remedio? Te me has
vuelto arroyo engañoso de aguas caprichosas”.
Jer
20, 9.- “Yo me decía: No pensaré más en Él, no hablaré más en su nombre. Pero
era dentro de mí como un fuego devorador encerrado en mis huesos; me esforzaba
en contenerlo, pero no podía”.
Jer
20, 14-18.- “¡Maldito el día en que nací; el día en que mi madre me dio a luz
no sea bendito! ¡Maldito el hombre que dio a mi padre la noticia: Te ha nacido
un hijo varón; llenándolo de alegría!.../.
Job
3, 3ss .- “¡Desaparezca el día en que nací y la noche que dijo: ha sido
concebido un hombre!.../.
Job
10, 18-20.- “ ¿Por qué me hiciste salir del seno? Habría muerto sin que nadie
me viera.../.
...¿Y quién eres tú?... le preguntó la
oruga a Alicia...
[... El Señor sabrá comprender y disculpar, era así, de verdad...]
Mi primer catequista fue mi padre.
Raro era el día que mi padre no se [“cagaba
en Dios”], y por aquella facilidad de palabra bien se podía decir que no
sufría en absoluto de estreñimiento; resumiendo, “cagarse en Dios” no era una función que mi padre realizase
solamente una vez al día. Así fue como yo descubrí que Dios existía, no por
Dios mismo, sino porque era aquel sobre el que mi padre tenía una imperiosa
necesidad de cagarse una y otra vez, como fundamento de una terapia relajante,
pero esto lo descubriría más adelante; en aquel entonces yo no podía imaginarme
a Dios sino como un pobre diablo cagado hasta los sobacos, por las mierdas de
mi padre y de otros como él, pues entre los hombres mayores, los hermanos que yo conocía, y que se
les llamaba señores si eran de buena
posición, se llevaba mucho eso de [“cagarse
en Dios”], si bien es cierto que esto no se nos permitía a los niños, por
lo menos hasta después de volver de la mili, cuando ya era tu mismo padre quien
te ofrecía tabaco como parte del ritual que afirmaba tu entrada en el mundo de
los mayores.
Pero
todo eso también sería algo que descubriría más tarde, al crecer, al abandonar
para siempre aquel irrecuperable mundo que yo me fabricaba contemplando las
nubes en el camino de la huerta, al ir o al volver, en el carro o en el
remolque, en compañía de la
Torda y la
Montesa, las mulas que habían sustituido en casa a los burros
y que acompañaron mi crecimiento.
Yo
había visto a mi padre cagando en más de una ocasión, cuando estábamos en el
campo, casi todos los días, detrás de una cepa, entre los trigales, entre la
cebada, detrás de un árbol, porque en mi infancia todavía había árboles
alrededor de mi pueblo y lagunas. Así que yo, que siempre hacía caso a mi padre,
porque él era la persona más sabia y más fuerte que yo conocía, deduje que Dios
andaba por allí, alrededor nuestro, en las viñas, en los trigales, en las
cebadas, en los árboles; en cualquier lugar que mi padre cagase estaba Dios
Mucho
le costó domar a las mulas, a las que compró jóvenes e inexpertas. En mi más
tierna infancia una de las primeras cosas que comprendí era lo que significaba
“ser más terco que una mula”. A veces, arando, les daba tantos gritos, les
castigaba tanto el morro con los ramales y la serreta, que las pobres se
espantaban y en vez del surco recto dibujaban en la tierra trazos de los que
hubiera presumido el mismo Picasso. Mi padre para sujetarlas forcejeaba sobre
la vinaera, tratando de clavarla en la tierra todo cuanto podía, pero ellas le
cogían tanto miedo y tiraban tanto que hacían un surco de tal profundidad que
para sí hubieran querido muchos arados de vertedera.
Ante
aquella respuesta por parte de los animales, la impotencia de mi padre se
desahogaba poniendo en fila a la jerarquía celeste: ¡Muuuuulos!... [¡Me cago en
Cristo, en el Dios cabrón, el Copón Bendito y en la Virgen puta santa y
adorá!...] Y así seguían una y otra vez las letanías del rosario de mi
padre, mañanas o tardes en las que, aquellos cantares de mi padre, hacían que
no acudiesen ni los pájaros por donde nosotros estábamos. Cuando mi padre se
centraba de aquel modo en sus rezos, mi hermano José –que como primogénito, a
la quinta, compartía el nombre con mi padre- y yo procurábamos no estar en el
punto de mira por lo que nos pudiese tocar, ya que en el caso de que se
repartiese alguna hostia que no fuese a parar a las mulas, sólo dos eran las
alternativas, si bien es cierto no recuerdo que jamás nos pusiera la mano
encima. Una noche si que nos llevamos unos correazos porque nos estábamos
comportando como unos salvajes, y la habitación de dos por tres metros, donde
estaba reunida toda la familia, cinco hermanas y tres hermanos, padre y madre,
además de la estufa, no permitía tanta locura. Toda la violencia que salía de
mi padre era en forma de palabras.
Buscando
en mi memoria no logro recordar que mi padre se cagase nunca en el Espíritu
Santo, pero es que mi padre había ido muy poco a la escuela, lo justo para
leer, escribir y algunas cuentas, y no creo que por aquel entonces explicasen
nada acerca del misterio de la Trinidad. La
catequesis del cura párroco a este respecto se resumía en: ¿Los vistes tú, les das de comer tú?...Entonces ¿a ti que te importa
que sean tres, cuatro o cinco?... De lo que yo estaba seguro es de que,
cagándose como lo hacía en dos de sus componentes, al tercero también le
tocaría su parte, si bien es cierto que al no blasfemar directamente sobre el
Espíritu Santo no le tocase el imperdonable: ¡Ay de aquel que blasfeme contra
el Espíritu Santo!...(Mt 12,32).
Igual
que al poeta me hubiese gustado decir: “Mi infancia son recuerdos de un patio
de Sevilla...”, pero no, el patio de mi casa era manchego y también en él
aprovechaba mi padre para [“cagarse en
Dios”]. De este modo tan singular, y tan corriente entre los chicos de mi
edad en mi pueblo, averigüé que el cielo estaba habitado, y me imaginaba a
todos los ángeles con un orinal en la mano, prestos a ponerlo a la menor
ocasión, no sé si en el culo o en la boca de mi padre.
Por
el contrario, mi abuela, la madre de mi padre, que vivía casi en la plaza del
pueblo, donde está la iglesia, celebraba misa todos los días. Me recuerdo a los
quince años, en mi época nietzscheana, preguntándole siempre por qué iba tanto
a misa, y recuerdo su respuesta, siempre con una sonrisa, mirándome a los ojos:
¡Por los que no van nunca!
En
casa no nos dábamos los buenos días por la mañana, porque si lo bueno estaba en
la cama, sobre todo por la mañana a la hora de levantarse, ¿qué podría tener de
bueno el abandonarla? Era un suplicio, o porque había que ir a la escuela, o
porque había que ir al campo...
Del Evangelio
según san Mateo 21, 28-32.- Parábola de los dos hijos
...¿Y qué os parece? Un hombre tenía dos
hijos y, llamando al primero, le dijo: Hijo, ve hoy a trabajar en mi viña. Y él
respondió: No quiero. Pero después, arrepentido, fue. Llamando al segundo, le
dijo lo mismo; y aunque él respondió: Voy, Señor. No fue.
¡Perros
y desgraciaus!... Ese era el único elogio que tenía por aquel entonces mi
padre para sus hijos e hijas: ¡Y tú la
peor!, así era como se dirigía a mi madre, y en la cima del paroxismo
llegaba incluso hasta el ¡hijos de puta!
Tenía una facilidad pasmosa para enfadarse y para manifestarlo, siempre en su
casa, de puertas adentro, como para tirarse pedos, jamás le vi aquejado del más
mínimo dolor de barriga. En mi casa hago
lo que quiero, y al que no le guste ahí tiene la puerta, carretera y manta.
La carretera nacional trescientos uno, Madrid-Alicante, pasa a escasos cien
metros de la puerta de la casa, formando una curva muy peligrosa, donde vi
morir a mucha gente.
A
la vista de todas estas palabras, tan ciertas como que mi nombre es Miguel, se
podría pensar que mi casa paterna era un infierno. Nada más lejos de la
realidad. Mi padre siempre estaba cuando se le necesitaba, y a no ser por el
lenguaje con el que se expresaba, muy al fondo podía encontrarse al que era,
como decía el poeta, en el buen sentido, de la palabra, bueno, pobre pero
honrado. Con todos los disgustos que eso le dio. Semejante al primer hijo de la
parábola, no decía “te quiero” (jamás se lo oí) con las palabras, pero hasta
donde era capaz, lo manifestaba con las obras; otra cosa era que no se pudiese
callar. No en vano su signo del zodíaco lunar, el chino, era el perro, es decir,
tenía una gran necesidad de ladrar. Ese signo zodiacal era algo que compartía
con mi madre.
Todo
lo cual no quita para que, entre mis cuatro y siete años, yo imaginase siempre
sobre las nubes del cielo un culo enorme, el culo de mi padre, que se cagaba en
el cielo y, desde él, sobre toda la tierra; porque en aquella época yo tenía
para mí que Dios era alguien que vivía entre las nubes, porque así era como le
había visto pintado siempre; y sobre Dios, según las palabras de mi padre,
estaba su culo, apretando, cagándose. Lo más curioso de todo esto es que jamás
me imaginé a Dios enfadado por esta costumbre de mi padre.
Según
parece la revelación de Dios en la realización del ser humano necesita tiempo,
a un recién nacido no se le alimenta con filetes de ternera por muy nutritivos
que estos sean. Algunos afirman que, aunque lo ignoramos, nacemos perfectos, y
según vamos creciendo lo vamos olvidando. Después nos pasamos la vida
intentando alcanzar ese estado de perfección, ese paraíso, que es la “inocencia de los niños”.
MI PADRE, DESDE LA OTRA ORILLA...
¡Como
esto namásquesto!... En la huerta, al lado de la reguera, almorzando un
“civil” –un arenque ahumado-, “una sardina salá”, sujetándolo contra el pan con
medio tomate recién arrancado de la mata: “De esto os tenís que acordar”… Lo
decía contemplando la huerta, rodeada de viñas y pinares, acequias, melonares,
pozos, árboles de todas clases, otras huertas… La huerta era el paraíso, al
menos para él, allí era el único lugar donde se le podía contemplar
reconciliado con el mundo.
Siendo un
chaval de apenas catorce años, la guerra civil le convirtió en padre de sus
cuatro hermanos –tres chicas y un chico- y además entrar a formar parte, sin
comerlo ni beberlo, del bando de los perdedores. Descreía de la amistad, porque
según decía, su padre había tenido muchos amigos, de esos que siempre están
dispuestos a ir contigo de fiesta, por los que dio la cara, pero cuando se vio
en la cárcel nadie movió un dedo por él. Le soltaron cuando ya no tenía
remedio, muy enfermo, para que muriese en compañía de los suyos. Mi abuela
decía que aquello fue posible gracias a la intervención del cura del pueblo.
Por eso cuando en su presencia se hablaba mal del cura ella siempre saltaba con
la misma canción: ¡Malos vendrán que bien a mí me harán! Porque de no ser por
el cura, ella ni tan siquiera hubiese podido enterrar a su marido.
Trabajó como
capataz, mi padre, siendo muy joven en una de las principales familias del
pueblo, hasta que se casó, con la amiga de la novia de un amigo suyo. Conseguir
un hijo le costó aceptar primero cuatro hijas, luego vine yo, otra y otro.
Por
circunstancias de la pobreza de la vida, del trabajo y la lluvia, contempló a
su primogénito con meningitis. Lo llevó a Cuenca, a la residencia hospitalaria
y le hicieron firmar que pagaría lo que no tenía por la atención que iba a
recibir su hijo. Algún poder tenía allí uno de los hijos del hombre al que
había servido de capataz. Recurrió a él y no tuvo que pagar nada. Fue el peor
mes de su vida, el que estuvo mi hermano ingresado, entre otras cosas porque le
habían dicho que de mil se salvaba uno. Algo tuvieron que ver las oraciones de
mi abuela.
Este
misterioso hombre en Cuenca sería el que más tarde conseguiría que yo obtuviese
una beca para estudiar en Universidades Laborales. Mi padre, por recomendación
del maestro, don Víctor, fue al Sindicato –verticales los de entonces- a por un
impreso donde realizar la solicitud. Curiosamente le informaron de que solo
había uno, que era precisamente para el hijo del que esta noticia le estaba
dando. Aquel hombre pensó que si sólo había una solicitud tendría más
posibilidades de que le tocase a él. Pero este tipo de becas también podían
solicitarse a través de la Caja
de Ahorros. Allí nos presentamos nueve, los que teníamos mejores notas. Pero a
mi padre no le había gustado el talante del hombre del Sindicato, así que se
dirigió a Cuenca para hablar con su amigo. A la vuelta lo único que me dijo
fue: -¡Ya
veremos para quien es la beca!
Solamente en
una ocasión le vi presentarse para un cargo público: tesorero de la Cooperativa de ajos
morados san Isidro labrador de Las Pedroñeras. Arrasó con mayoría más que
absoluta.
En casa no se
hablaba de política, entre otras cosa porque al principio de la guerra, mi
abuelo materno había estado en la cárcel por un bando, y al final de la misma
mi abuelo paterno estuvo en la cárcel por el otro.
MI ABUELA GUADALUPE
Decía
mi abuela: ¡No se muere nadie!
Según
me contaron lo decía por mí, pues ella aseguraba que yo era el vivo retrato de
mi abuelo Indalecio, un tipo alegre, gran músico, siempre dispuesto a echar una
mano y, según me contaron algunos ancianos que lo conocieron y le trataron: No
podía pasar una mujer al lado de tu abuelo sin que él, con elegancia, le
lanzase un piropo. Tú tienes que tener familia en Madrid, me dijeron algunos
anciano a los que conocí. Realmente tenía facilidad para las mujeres.
Yo
tenía unos veinticinco años cuando por azar llegó a mis oídos la historia sobre
la que se fundamentaba el gran complejo de mi padre. Dirigía yo entonces el
hotel Castegar, propiedad de mi cuñado Antonio, mi hermana Chon y los bancos,
hacía de portero de noche y vivía solo en uno de los pisos que formaban la
misma manzana. Un taller de pintura con una cama en una de las habitaciones y
cuadros por todas partes. La cafetería del hotel estaba decorada con mis
cuadros, mezcla de óleo y acrílico sobre tablas de aglomerado de ciento veinte
por ciento ochenta centímetros, cinco en vertical y dos en horizontal. Cuando
me enteré de todo aquel asunto, era domingo por la mañana y, ni corto ni perezoso, me dirigí a casa de mis padres con
los que entonces vivía mi abuela. Allí estaban los tres, mi abuela, mi padre y
mi madre, al sol y sombra de la puerta que comunicaba el porche con el patio que
antes había sido corral.
¡Por
fin me he enterado de algo por lo que puedo estar orgulloso de mi padre! Dije,
sosteniendo una gran sonrisa y mirándolos a los tres: ¡Y no es por algo que
hayas hecho tú, sino por la forma como te hicieron!
Mi
abuela que ya había intuido el asunto antes de que yo lo dijese, levanto por un
momento los ojos de su labor de ganchillo y me sonrió meneando la cabeza, mi
madre con un gesto intentaba recriminarme, sin poder evitar reírse, y mi padre
tuvo que terminar por reírse también.
Yo
seguía en mi argumentación: Así que, abuela, el abuelo “se brincó la tapia del
corral” y de aquella intensa noche de amor nació el hijo de mi abuelo y se
tuvieron que casar. Hoy a eso se le llama “casarse de penalti”. ¿Y para ti eso
ha sido un motivo de vergüenza durante toda tu vida? ¡La culpa de haber
nacido!... ¡Orgulloso es lo que deberías estar!...
¡Cómo
eres! Fue lo único que dijo mi abuela, sonriendo como siempre, sin dejar de
hacer ganchillo.
¡Estás
más loco que una cabra! Fue lo que dijo mi padre. Mi madre entró en la cocina
riéndose; y yo pondría la mano en el fuego afirmando que desde aquella mañana
“aquel peso” dejó de serlo para mi padre. ¡Vaya con mi abuelo!
Pero
el carácter irascible de mi padre, su amargura y su desconfianza en los demás,
no se debía solamente a eso. Presumía de que a sus hijos nunca les había
faltado de comer, ni de vestir, y siempre habían tenido zapatos. Estaba muy
orgulloso de haber sacado adelante a su numerosa familia sin otra ayuda que la
de sus manos y las de mi madre. Jamás lo escuché dar gracias a Dios. Tú espera
a que caiga por la chimenea. ¿Qué había pasado?
Había
pasado una guerra que mi padre sufrió siendo un niño. Al principio mi abuelo
materno estuvo preso de los rojos. Al final mi abuelo paterno corrió la suerte
de los perdedores en una cárcel de Cádiz. Lo soltaron cuando ya no tenía
remedio, para que se muriese fuera, en compañía de su familia. Apenas si vivió
tres mese en libertad, murió en su casa, en su cama, con un rosario de
enfermedades. Mi abuela, por mediación del cura del pueblo, insistiendo a
tiempo y a destiempo, consiguió que le soltaran. De todo aquello extrajo mi
abuela una máxima que decía: ¡Malos
vendrán que bien a mí me harán!
Y
así mi padre, con apenas doce años, se convirtió en “padre de familia”, el
padre de la familia de su padre, el padre de sus hermanos, el padre de la
familia de mi abuelo; quiero decir que tuvo que ponerse a trabajar duramente
para sacar adelante a su familia. “Todos le dieron la espalda”, esta era la única
frase con que mi padre se refería, cuando lo hacía, a mi abuelo, aquel
idealista. Ayudó en tiempos a muchos que a la hora de la verdad no movieron un
dedo por él. Sufrir estas negativas experiencias entre los doce y trece años es
algo para marcar a cualquier niño, y evidentemente mi padre no era ningún
superhombre.
Mi
padre tenía un amigo que tenía una novia que tenía una amiga, esa amiga de la
novia del amigo de mi padre era mi madre. Se casaron y tuvieron ocho hijos,
cinco mujeres y tres hombres. En aquella familia trabajó hasta el gato, no
solíamos darnos los buenos días por la mañana, amábamos de otra manera, lo
seguimos haciendo.
Como
los dos abuelos habían estado encerrados en la cárcel por la guerra, uno al
principio por un bando, el otro al final por el otro, en mi casa jamás se
hablaba de política.
El
24 de Febrero de 1961 nací yo, si para hacer un varón mi padre antes tuvo que
hacer cuatro niñas, el segundo varón vino directamente sin trámites y así mi
padre pudo comenzar a reconciliarse con su situación en el mundo. No es que yo
resultase ningún tipo de privilegio, de hecho al nacer era un puñado de huesos
del que la comadrona dudó que llegase arriba; y lo que son las cosas, luego
engordé más de lo que lo habían hecho los anteriores. Siempre heredé la ropa
que a mi hermano se le quedaba pequeña.
Crecí
como el resto de los niños del barrio, si bien es cierto me costó bastante
desprenderme de la manía de cagarme en los pantalones. Recuerdo que una noche,
mi hermana Primi, que me los estaba quitando, porque precisamente no olía yo a
rosas, me dijo: ¿No te da vergüenza, tan grande, y seguir cagándote en los
pantalones? Y desde aquella noche dejé de hacerlo. ¿Cuántos años tendría yo
entonces, tres o cuatro?...
Un
buen día se terminó el verano, me pusieron un babi de rayas azules y blancas,
muy finitas, me compraron una cartera roja de plástico y una de mis hermanas me
llevó de la mano a la escuela. Me gustaba sobre todo mi cartera roja, aunque no
faltó quien se riera. En el recreo de mi primer día de escuela comencé a
sangrar por la nariz. Con el permiso de la maestra me fui a casa. Al llegar me
encontré con que estaban de matanza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario