SANTÍSIMA TRINIDAD Jn 16, 12-15
La primera comunidad cristiana, iluminada por la Resurrección de
Jesús, vivió, en una experiencia gozosa de fe, el acercamiento salvífico de
Dios, como Padre, Hijo y Espíritu.
La Trinidad vivida
De Dios había hablado Jesús como "Abbá" (Padre) bueno y
misericordioso, al que todos podemos invocar confiadamente como hijos; cercano
a los pequeños y con entrañas compasivas. El mismo Jesús se presentó como el Hijo
-esa fue la experiencia fontal de Jesús-, como Palabra encarnada, imagen
visible de Dios, que revelaba al Padre, de tal modo que quien lo veía a Él,
veía al Padre; pero un Hijo compañero, guía y hermano que invitaba a seguir sus
pasos y construir un mundo más justo y fraternal que él llamó "Reino de
Dios". Jesús habló del Espíritu, que nos configuraba como
hijos en el Hijo, y que era la fuerza que había guiado su vida; y prometió que,
desde dentro de nosotros, sería la que guiaría también a sus seguidores para
ser sus testigos; y, una vez resucitado, lo derramó en el corazón de sus fieles
y de su Iglesia.
Por tanto, la primera comunidad cristiana tenía una fe experiencial que la impulsaba a
dirigirse a Dios como Padre, a través de Jesucristo y mediante la fuerza del
Espíritu. Y en sus fórmulas doxológicas, en sus oraciones, en su liturgia
veneraba a los tres con la misma adoración agradecida. Por tanto, la
Trinidad era experimentada, creída y vivida antes de ser propiamente
"pensada" y conceptualizada (como dogma).
Pero, al correr el tiempo y tener que enfrentarse con errores que
negaban la divinidad del Hijo o del Espíritu, y movidos también por la
"curiosidad amorosa" -como los enamorados, que quieren conocer a
fondo todos los aspectos de la persona amada-, los teólogos -siempre sabiendo
que es un misterio- buscaron diversas formulaciones para explicar cómo era Dios
en sí mismo. Para ello echaron mano de categorías filosóficas contemporáneas.
sus intentos por captar el misterio de Dios "siempre mayor", que nos
desborda y nos envuelve en su luz cegadora, resultaban balbuceos
bienintencionados, pero imperfectos.
Partían, sin embargo, de una intuición fundamental: "tal
como Dios se ha revelado a nosotros por su Hijo y su Espíritu, así es Él en
sí". O dicho de otro modo: "si Dios se ha revelado así en sus
relaciones con nosotros, es porque Dios es así". Pues del Ser
eterno de Dios no podemos decir nada si no es partiendo de lo que la historia
de la Salvación nos enseña. Las relaciones entre las tres personas manifestadas
en esta historia han de remitir a relaciones análogas en Dios mismo, dando por
supuesto que en Él se encuentran fuera de todos los condicionamientos
históricos.
La danza amorosa
Y Dios se nos ha acercado amorosamente
como Padre, Hijo y Espíritu. Ese amor debe ser lo que constituye el ser de
Dios. Ya lo había definido san Juan: "Dios es amor". El dogma
trinitario -a veces explicitado en especulaciones frías y enrevesadas- no
pretende otra cosa que profundizar en esa definición. Por eso, metáforas más
cálidas que las sutiles conceptualizaciones pueden resultarnos más sugerentes y
cercanas para aproximarnos -sin sobrepasar nunca el humilde barruntar- al
misterio insondable de amor que Dios es. Estas
metáforas o imágenes nos hacen también entrever la incidencia que tiene
la Trinidad en nuestras vidas.
El dogma de la Trinidad nos dice que Dios es en su interior
"diferente" y "comunitario" y que el intercambio trinitario
de amor que se da en su seno es la fuente de la creación y de la salvación. El
Dios en que creemos no es un solitario infinito del Universo; es comunión de
personas; es como un hogar, como una familia. Dios en su ser más íntimo es vida
compartida, amistad gozosa, diálogo, entrega mutua, abrazo, comunicación
amorosa, continua y eterna autodonación.
Nietzsche, intentando rebatir al Dios cristiano, que él
consideraba un Dios triste y aburrido, decía: "Yo creería únicamente en un
Dios que supiera bailar". Pero precisamente algunos teólogos medievales ya
habían hablado de Dios como una ebullición de amor, como una danza amorosa, que
une al Padre con el Hijo y el Espíritu. Y especialmente el místico dominico
alemán maestro Eckhart nos decía que "en el centro de la vida de
Dios hay una risa incontenible. El Padre ríe con el Hijo y el Hijo ríe con el
Padre, y la risa trae el placer y el placer la alegría y la alegría trae el
amor, que es el Espíritu". Y afirmaba que la alegría de Dios -que
es el Espíritu- era como un caballo galopando por la pradera, pateando el aire
por placer. Y, para expresar la comunión de vida y la expansión de amor y
ternura que acontece en el Dios trinitario, «los Padres griegos acuñaron un
término técnico, pericoresis, que evoca la danza de la Trinidad. La pericoresis
trata de sugerir el movimiento eterno de amor con el que vibran las divinas
personas, la vida que circula entre ellas, el abrazo de amor en el que se
entrelazan».
Invitación a danzar
Confesar a un Dios así -como "danza gozosa de amor"- tiene
significado enriquecedor para nuestras vidas. Nos dice:
1) Somos criaturas amadas. Pues "solo aquel Dios que no es una
substancia cerrada sobre sí misma, sino que es el absoluto de comunicación, el
absoluto del amor, solamente este Dios puede salir fuera de sí mismo y puede
crear algo distinto de sí mismo, como imagen, para establecer una nueva
comunicación de amor" Y eso es lo que ha hecho Dios con nosotros.
El libro de la Sabiduría proclama: "Amas a todos los seres y nada
de lo que hiciste aborreces; pues, si algo odiases, no lo hubieras creado"
(11,23ss). He aquí el sentido de la creación: "Amas a todos los
seres". Dios empieza por amar.
Lo primero no es el acto creador, sino que antes de ser creados, antes de la
constitución del mundo, dice san Pablo, "hemos sido predestinados, Dios ya
nos ha amado".
El Dios que es amor y autocomunicación ha querido dársenos; por eso
nos ha creado. No nos creó y, luego, nos amó, sino que, porque nos amó, nos
creó. No estamos abandonados en un universo que nos envuelve en telarañas galácticas;
sino que venimos de un Amor y vamos a un Amor que quiere plenificarnos.
2) Decía san Agustín: "Empiezas a entender la Trinidad si
vives en el amor". Porque nuestro amor es un -pálido, sí, pero real-
reflejo del amor que Dios es. De un Dios que es Amor y nos ha creado a su
imagen. "Por eso el mejor camino para aproximarnos al misterio de Dios no
son los libros que hablan de Él, sino las experiencias amorosas y solidarias
que se nos regalan en la vida. Cuando dos jóvenes se besan, cuando dos
enamorados se entregan mutuamente, cuando dos esposos hacen brotar de su amor
una nueva vida, cuando uno se inclina compasivamente al necesitado que no le
puede corresponder... se están viviendo experiencias que, incluso son torpes e
imperfectas, apuntan a Dios. En el fondo de toda ternura, en el interior de
todo encuentro amistoso, en la solidaridad desinteresada.., en la entraña de
todo amor, siempre vibra el amor infinito de Dios".
Todo amor sincero -que nunca es posesivo, sino donación- nos hace entrar
en la danza amorosa de Dios. Todo amor verdadero, por humilde que sea
tiene en su interior sabor de Dios.
3) Confesar la Trinidad es también un compromiso. Somos imagen del
Dios uno y trino, que es comunión. La revelación del misterio trinitario arroja
sobre la socialidad humana una nueva luz: ella es la analogía de la divina. El
ser humano es un ser comunitario como lo es Dios (GS, n.14,3). Estamos hechos
para vivir y crear comunidad en este mundo roto y, con frecuencia, a pesar de
su "globalidad", in-comunicado y des-entendido.
Hacer de esta Humanidad una "familia" -como lo es Dios- es
el sueño querido por el Dios trinitario. A ello nos impulsa la común paternidad
del Padre, la filiación fraternal a la que nos invita nuestro hermano mayor Jesús
y la fuerza creadora de comunidad que es el Espíritu.
Sabernos y vivirnos como imagen de un Dios que es comunión nos compromete
a ir forjando "comunitariedad", no solamente en nuestras relaciones
interpersonales, sino en la creación, laboriosa, pero tenaz, de estructuras
justas y solidarias de convivencia que hagan cada vez más posible vivir en un
mundo -así lo cantamos con frecuencia- "unidos como hermanos".
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Ese pequeño gesto que realizamos tantas veces en la vida -y con el que
solemos empezar y acabar nuestras plegarias y liturgias- que es "santiguarnos"
en el nombre de la Trinidad, nos debería recordar -si superamos que se
convierta en un tic insustancial y mecánico- nuestro compromiso de vivir en nombre
del Padre, siguiendo fielmente al Hijo y dejándonos guiar por su Espíritu. Así,
reconociéndonos llamados a ser creadores de comunión, participaremos en
"la danza amorosa" del Dios trinitario. (Julio Colomer, SJ)
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