SIMPATÍA
σιμπάϑεια = simpatía, conmiseración,
consenso, armonía, interacción,
compasión (sufrir-con).
EL SUFRIMIENTO DEL DIOS IMPASIBLE
Paul
Gavrilyuk
La compasión no tiene por qué significar
"literalmente"-"sufrir-con".
Veamos un par de ejemplos que nos mostrarán que sufrir-con no es
condición necesaria ni suficiente para que un acto sea compasivo.
El médico.-
Muchos actos compasivos no requieren identificarse emocionalmente con el
sufriente. Considérese el caso de un médico compasivo que debe realizar una
complicada operación quirúrgica que podría tener consecuencias fatales: lo que
se requiere de este doctor es su capacidad de mejorar la situación del
paciente. La propia persona que sufre protestaría si su médico, en vez d
curarle, se dedica a imitar su sufrimiento y queda, como él, incapacitado.
Desde luego, un comportamiento semejante no se consideraría una muestra de
compasión, sino un ataque de nervios.
Qué emociones siente el doctor y si sufre, mentalmente o de cualquier otra
manera, por causa de la operación, es irrelevante. Resulta esencial, sin
embargo, que la mente del médico no esté nublada por el dolor, que sus manos no
tiemblen de miedo mientras opera, que no padezca alguna enfermedad mental, etc.
Porque debe seguir siendo lo que era, médico, y no convertirse en paciente. En
este sentido, debe permanecer impasible, es decir, no debe permitir que el
sufrimiento de su paciente, por intenso que sea, le impida operar como un
cirujano experto.
Merece la pena señalar que los
Padres comparaban a menudo a Cristo con un médico compasivo de almas y cuerpos.
Por ejemplo, hablando del modo en que Cristo cura nuestras pasiones, Gregorio
de Nisa observó: "No decimos que quien toca a un enfermo para sanarle
participe él mismo de la enfermedad, decimos que favorece la recuperación del
enfermo, y no que participe de la enfermedad: pues el sufrimiento no le afecta;
es él, en cambio, quien afecta al sufrimiento".
Para que alguien sienta compasión es
necesario, sin duda,, que con su imaginación logre apreciar, siquiera
mínimamente, la situación de alguien que sufre. Por otro lado, la mera
reproducción de los sentimientos del que sufre no basta para actuar
compasivamente. Max Scheler señaló: «Tiene perfecto sentido decir: 'Entiendo bien
lo que sientes, pero no me das ninguna lástima'». Por ejemplo, un espectador de
tragedia griega podrías sentirse emocionalmente muy involucrado en lo que pasa
en escena, sin tener que moverse de su asiento. Según san Agustín, tal persona
está lejos de sentir compasión genuina, puesto que «[un] miembro de la
audiencia no es movido a ofrecer su ayuda, sino invitado tan sólo a sufrir». Un
acto de compasión debe trascender siempre la mera reproducción emocional de la
pena de otra persona. En palabras de Cicerón, "no debemos compartir el
dolor por mor de otros, sino que más bien debemos aliviar a los otros de su
dolor si nos es posible".
Un edificio en llamas.-
Tratemos de dejar claro este punto con este ejemplo. Varias personas no han
logrado abandonar el edificio en llamas y
gritan desesperadamente pidiendo ayuda. Se ha avisado a los bomberos,
pero por alguna razón no llegan. Una multitud va reuniéndose en torno a la
casa. Algunos la miran sin pode apartar sus ojos de ella, con una mezcla de
ansiedad, curiosidad y miedo. E intentan imaginar lo más vivamente posible lo
que estarán pasando quienes se encuentran dentro de la casa. Estas personas
lloran, chillan, se arrancan el pelo; en definitiva, están muy afectados
emocionalmente. Uno de ellos ha tenido ya un ataque y yace inconsciente. Otro
se ha vuelto loco y anuncia a gritos el fin del mundo. Otro más decide sufrir
con, literalmente, los que están en la casa, y se arroja a las llamas. El
pánico crece. Pero hay cierto hombre en la multitud que, sin pasar por todos
los dolores emocionales que están experimentando los que le rodean, y motivado
sólo por su convicción de que van a morir personas si nadie las ayuda, entra en
la casa. Y, con riesgo para su propia seguridad, rescata a estas personas. Si
se pregunta quién de todos los presentes en la escena manifestó genuina
compasión, la respuesta es obvia.
Analicemos brevemente las experiencias
que tuvo que atravesar la persona compasiva para salvar a esa gente. Primero,
tuvo que comprender, siquiera mínimamente, el peligro al que estaba expuesta la
gente de la casa. Pare ello, no le hizo falta quemarse a sí mismo. Eso habría
sido una debilidad extrema, disparatada, no compasión. Segundo, hubo de tener
valor y la presencia de ánimo suficientes para adentrarse en un gran incendio.
Tercero, tuvo que sentirse fuertemente impelido a salvar a aquella gente. Cuarto,
hubo de estar dispuesto a sufrir y morir si la situación hacía inevitables su
sufrimiento y muerte. La compasión es, primero de todo, una
acción, y puede o no implicar sufrimiento según las circunstancias.
Como muestra este ejemplo, cualquier
acto compasivo requiere más que el mero sufrir-con. La persona compasiva podría
sufrir, en efecto, al involucrarse en la situación del que sufre, pero su
sufrimiento nunca será simplemente el del que sufre. Es por voluntad propia, a
consecuencia de su intención compasiva, por lo que sufre, mientras que la
víctima lo hace contra su voluntad. El compasivo no se deja dominar por el
sufrimiento, mientras que el sufriente está débil e indefenso. El
compasivo es capaz de ayudar precisamente porque no es susceptible de sufrir en
el mismo grado que la víctima. En este sentido, su deber es permanecer
impasible, inasequible al sufrimiento.
Para terminar, la persona que actúa por
compasión debe ser tanto impasible, para poder ayudar, como pasible, o capaz de
sufrir si la situación lo requiere. Este análisis de la compasión humana puede
aplicarse, por vía analógica, al acto de compasión divina que supone la
encarnación. La compasión divina presupone
tanto la pasibilidad como la impasibilidad. La doctrina patrística de la
encarnación sostiene ante todo que Dios, permaneciendo divino por completo, se
volvió humano, aceptó las limitaciones de la existencia humana, sufrió
voluntariamente para la salvación del mundo y triunfó al fin sobre el pecado,
la muerte y la corrupción. Dios es impasible, en tanto que puede soportar el
sufrimiento, y pasible, en tanto que sufre en y con la naturaleza humana.
...../.....
A MODO DE CONCLUSIÓN
El gradual desarrollo de la doctrina de
la encarnación durante el período patrístico posee una extraordinaria elegancia
lógica. Nos situaremos en mejor posición de apreciarla si liberamos nuestra
sensibilidad histórica de los presupuestos de la teoría de la caída de la
teología en la filosofía helenística. Este enfoque interpretativo resulta
especialmente desorientador en lo que respecta a la teología patrística de la
participación divina en el sufrimiento. Contra lo que equivocadamente se suele
pensar, en el mundo helenístico no había nada semejante a un "axioma de la
impasibilidad divina" generalmente admitido. Las escuelas paganas de
filosofía presentaban concepciones incompatibles de la naturaleza divina, así
como de las emociones y de la intervención divina en el mundo [Esta forma de
argumentar constituye un caso clásico de falacia genética. Sin duda, el hecho
de que una determinada idea -en este caso la idea de impasibilidad divina- haya
sido usada por los filósofos griegos o la mística sufí o el idealismo alemán)
no la desacredita automáticamente. Obviamente, el crítico debe demostrar que
los antiguos filósofos estaban equivocados
al afirmar que Dios era impasible. De hecho, el crítico ni siquiera puede
demostrar que los filósofos coincidieran al respecto. Los epicúreos enseñaban
que los dioses tenían emociones antropomórficas, si bien no se preocupaban del
mundo. Por el contrario, los estoicos valoraban en gran medida el ideal moral
de la apatheia. No obstante,
resultaría extraño, desde un punto de vista lógico, atribuir la apatheia a su deidad material e
impersonal. Para los peripatéticos y los defensores del platonismo tardío, la apatheia divina constituía un corolario
de la incorporeidad. La adopción por parte de los Padres de la impasibilidad
suponía, al menos, una elección entre estas y otras opciones, incluyendo los
sumamente pasionales del panteón homérico y de los cultos mistéricos. Lo que es
más importante, el crítico pasibilista debe determinar que los teólogos
cristianos tomaron prestada la idea de impasibilidad de los filósofos paganos
sin haberla bautizado previamente]. Además, la imagen de Dios que la Biblia
presenta está lejos de ser irrestrictamente pasibilista: La tensión entre
trascendencia y participación en la historia es esencial en el canon bíblico.
La teología patrística no tenía que elegir entre la deidad apática de los
filósofos y el Dios sufriente de la Biblia, porque estas concepciones de Dios
no son sino sendos constructos intelectuales erróneos, y no las verdaderas
opciones de que disponían los teólogos de la antigüedad tardía. La doctrina de
la encarnación que construyó la Iglesia era distinta a todo lo que el
pensamiento helenístico podía ofrecer.
Durante las principales herejías
cristológicas, la postura de la Iglesia fue la de rechazar, una tras otra, las
tres estrategias erróneas que pretendieron eliminar la tensión entre la
condición divina de Cristo y las experiencias humanas de su ministerio en la
tierra -tensión que expresa con toda rotundidad la paradójica tesis "el
impasible sufrió"-.
La tensión vital de la encarnación puede
disolverse principalmente, por tres vías (que han adquirido multitud de
variaciones a través de la historia cristiana): Cabe a) negar la realidad de
las experiencias humanas de Cristo; b) renunciar a la condición divina de
Cristo; o bien c) afirmar que las acciones divinas y las experiencias humanas
corresponden a distintos sujetos. Los docetistas eligieron la primera de estas
soluciones, los arrianos la segunda y los nestorianos la tercera.
Docetistas, arrianos y nestorianos
-matices metafísicos y teológicos aparte- coincidían en que la impasibilidad
excluía la participación directa del sujeto divino en el sufrimiento y su
intervención en la historia. Sostenían que las experiencias humanas eran
indignas de Dios y no podían predicarse de él sin rebajar la integridad de la naturaleza
divina.
Los teólogos ortodoxos, en cambio,
consideraban que la impasibilidad divina
matizada era incompatible con ciertas emociones adecuadas a Dios y con el
sufrimiento de la Palabra encarnada, en y a través de la naturaleza humana. La
impasibilidad era, para los ortodoxos, señal incuestionable de identidad
divina. Así, el afán por proteger la paradoja del Dios impasible que sufrió en
lacarne se convirtió en la fuerza motriz de los debates.
Los docetistas se sumaron a una famosa
crítica al cristianismo que veía en la crucifixión una ofensa a la fe pagana.
Era, además de de mal gusto, metafísicamente imposible que la suprema deidad se
involucrara directamente en el malvado mundo de la materia. Para estos grupos,
la impasibilidad divina excluía cualquier posibilidad de que Dios participara
en los sufrimientos y en las penalidades de los hombres. Sobre esta base, los
docetistas declararon que las experiencias de Cristo eran putativas y no
involucraban en absoluto a su divinidad. La Iglesia se opuso tenazmente a este
movimiento e insistió en que la realidad del sufrimiento de Cristo era
innegable históricamente y significativa soteriológicamente. La tradición
apostólica, las prácticas sacramentales de la Iglesia y la muerte de los
mártires atestiguaban la realidad de la crucifixión y su vital importancia en
la fe. El propio culto de la Iglesia sugería que Cristo era divino en algún
sentido importante, aunque la naturaleza exacta de tal condición divina no
fuera clara hasta el siglo IV.
La segunda etapa de este proceso
teológico la representa el intento arriano de disolver la paradoja de la
encarnación. La nueva estrategia, al menos desde cierto punto de vista, era
exactamente la opuesta a la de los docetistas. Lo que impedía a los arrianos
equiparar a Cristo en divinidad al Dios altísimo era la brutal e indecorosa
realidad de sus sufrimientos terrenales. Reaccionado contra la posición
patripasiana, los arrianos establecieron una estricta división entre el Dios
impasible y el Logos pasible. Así, en el esquema del arrianismo, el Logos tenía
que ser más que un simple hombre -para que su sufrimiento tuviera el
significado soteriológico universal que los evangelios declaran-, pero menos
que el Dios altísimo -para poder cambiar y sufrir-. Al cabo de una larga lucha,
el pensamiento conciliar de la Iglesia alcanzó a reconocer sin ningún género de
duda que en Cristo estaba el Creador, que entró en su creación para redimirla,
y que la lógica de nuestra salvación requería la plena divinidad de Cristo. Con
ello, la Iglesia elevó la tensión entre la identidad divina de Cristo -cuya
marca era la impasibilidad- y sus experiencias humanas hasta niveles hasta
entonces desconocidos. Era inevitable, por tanto, que la cuestión en torno al
modo exacto en que Dios participaba en el sufrimiento de Cristo volviera a
surgir con nuevos ímpetus. Los autores pronicenos únicamente aportaron pistas
parciales para solucionar el problema, pero fue en la controversias nestoriana
cuando por fin este asunto recibió una atención sistemática.
Los nestorianos trataron de resolver la
cuestión distinguiendo dos sujetos en la narración evangélica: por un lado, el
hombre habitado por el Logos, y por otro, el Logos que habitó en el hombre.
Nestorio sostuvo que ninguna forma de implicarse en el cambio y el sufrimiento
era propia del Logos. Por consiguiente, todas las experiencias de la
encarnación debían referirse al hombre y no al Logos divino.
En su réplica a las acusaciones de theopatheia, Cirilo de Alejandría llevó
a la que sería su digna conclusión a varios siglos de deliberaciones
patrísticas. Cirilo cayó en la cuenta de que atribuir sufrimiento a la naturaleza
divina misma convertiría en algo superfluo su hacerse hombre, mientras que el
otro extremo, es decir, predicar el sufrimiento únicamente de la naturaleza
humana, significaría rebajar la participación divina. Como sabemos,
Nestorio se decantó por la segunda opción, y no pocos defensores modernos del
sufrimiento divino tienden a contentarse con la primera. Así, por ejemplo,
Jürgen Moltmann, Eberhard Jüngel y Richard Bauckmam ven en la crucifixión la
revelación definitiva de la identidad divina de Jesús. Pero si éste fuera
realmente el caso, si la identidad divina estuviera definida por el evento de la
crucifixión de una manera que sugiriese que fue, en efecto, la naturaleza misma
de Dios la que sufrió al modo humano, su hacerse carne resultaría del todo
innecesario. Porque, de este modo, la carne sólo estaría, a su
imperfecto modo, duplicando el sufrimiento al que la Palabra ya estaba sometida
en su propia naturaleza. Es crucial, por lo tanto, diferenciar aquello a lo que
la Palabra se somete en su propia naturaleza de lo que sólo se le puede
atribuir por virtud de su apropiación de la naturaleza humana.
Lo que Cirilo defendió en su respuesta a
Nestorio era precisamente esta distinción. Cirilo parte, en todas sus reflexiones
sobre la encarnación, del auto-vaciamiento, que es la restricción del poder
divino de la Palabra que acepta voluntariamente las limitaciones de la
encarnación. La Palabra hizo propiamente suyas las experiencias humanas,
cambiándolas desde dentro: lo que en ellas había de violento, involuntario,
trágicamente absurdo, fatal para las personas normales, el ministerio de la
Palabra lo volvió voluntario, soteriológicamente valiosos y vivificante. La
Palabra que en las alturas no sufre en su propia naturaleza padeció al
apropiarse la naturaleza humana y triunfó sobre el sufrimiento. La
celebración de esta paradoja en los himnos y credos es el logro que culmina una
noción distintivamente cristiana de la intervención divina, una idea sobre la
que ninguna escuela filosófica puede reclamar una ascendiente exclusiva. Cirilo
fue quien, hasta un nivel nunca igualado por el resto de los teólogos
patrísticos, supo descubrir que en esta paradoja yace el centro neurálgico del
evangelio.
EL SUFRIMIENTO IMPASIBLE DE DIOS
A.-
IDEAS EQUIVOCADAS SOBRE LA IMPASIBILIDAD
DIVINA
Se ha convertido en algo típico rechazar
la impasibilidad divina por superficiales razones etimológicas. A la teología
patrística se le atribuye falsamente un lóbrego panorama de acuerdo con el cual
Dios es apático, indiferente, despreocupado del mundo, emocionalmente distante
y, en ese sentido, impasible. La opinión general podría resumirse en algo
parecido a: "La aceptación del Dios apático en la cristología clásica
provocó dificultades teológicas insolubles. Rasgos como la piedad, la compasión
y el amor parecen incompatibles con una 'inmutabilidad' absoluta".
Además, los críticos de la impasibilidad
divina no cesan de advertir que los Padres bebieron de las fuentes envenenadas
de la filosofía helenística: "El 'Dios apático' de Aristóteles fue
entronizado en la mente humana, y ningún otro ídolo ha costado más eliminar";
"Los Padres de la Iglesia derivaban su definición de la perfección
inmutable y absoluta serenidad de la deidad más de la teología filosófica
griega que de la revelación de Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo". Consiguientemente,
la teología moderna del sufrimiento divino es presentada como un largo tiempo
esperado mensaje de liberación de las cadenas de la filosofía y la idolatría
paganas.
Esta forma de argumentar constituye un
caso clásico de falacia genética. Sin duda, el hecho de que una determinada
idea -en este caso la idea de impasibilidad divina- haya sido usada por los
filósofos griegos o la mística sufí o el idealismo alemán) no la desacredita
automáticamente. Obviamente, el crítico debe demostrar que los antiguos
filósofos estaban equivocados al
afirmar que Dios era impasible. De hecho, el crítico ni siquiera puede
demostrar que los filósofos coincidieran al respecto. Los epicúreos enseñaban
que los dioses tenían emociones antropomórficas, si bien no se preocupaban del
mundo. Por el contrario, los estoicos valoraban en gran medida el ideal moral
de la apatheia. No obstante,
resultaría extraño, desde un punto de vista lógico, atribuir la apatheia a su deidad material e
impersonal. Para los peripatéticos y los defensores del platonismo tardío, la apatheia divina constituía un corolario
de la incorporeidad. La adopción por parte de los Padres de la impasibilidad
suponía, al menos, una elección entre estas y otras opciones, incluyendo los
sumamente pasionales del panteón homérico y de los cultos mistéricos. Lo que es
más importante, el crítico pasibilista debe determinar que los teólogos
cristianos tomaron prestada la idea de impasibilidad de los filósofos paganos
sin haberla bautizado previamente.
En vano buscaríamos un texto patrístico
en el que la impasibilidad significase apatía o desinterés por la creación. Por
ejemplo, Agustín insistía en la diferencia entre la virtud de la apatheia propia de la ascesis cristiana
y la insensibilidad. En La ciudad de Dios
formula la siguiente pregunta retórica: "Si apatheia es el nombre de un estado en el cual la mente no puede ser
afectada por ninguna emoción, ¿quién no consideraría que tal insensibilidad es
el peor de todos los defectos morales?". Según Agustín, por lo tanto, apatheia era sencillamente dureza de
corazón. Siguiendo a Justino Mártir y a otros autores cristianos primitivos,
Agustín propone que el estado de la resurrección se caracterizará por la apatheia, entendida como libertad del
sufrimiento y de los impulsos irracionales, así como por el gozo y el amor. La
mayor parte de los pasibilistas contemporáneos simplemente ignoran estos
testimonios y siguen identificando la impasibilidad divina con la atrofia
emocional.
En la teología ascética, la apatheia remite a la condición del alma
liberada de las ligaduras a los pensamientos y deseos pecaminosos. Según
Evagrio Póntico, "la progenie de la apatheia
es el amor". Lejos de ser la ausencia total de emociones, la apatheia es
requisito para el amor cristiano, purificado de todo deseo egoísta. De manera
análoga, la impasibilidad divina, en el sentido de control absoluto sobre los
estados emocionales, es condición necesaria del amor, misericordia, compasión y
providencia divinos. Por desgracia, en la actualidad la mayoría de defensores
del pasibilismo siguen ignorando estos testimonios históricos, de modo que
interpretan la impasibilidad divina como impotencia e indiferencia emocional.
Por lo
general, me parece lamentable la generalizada tendencia contemporánea a
sacar conclusiones psicológicas y políticas sin fundamento a partir de algunas
nociones metafísicas. Es bien conocido que Sartre sentía la náusea al
reflexionar sobre la idea de infinito. Algunos teólogos actuales son incapaces
de pensar en la omnipotencia divina a no ser en términos de tiranía, absolutismo
u otra forma detestable de gobierno [Conste que acepto que pueda pensarse en la
omnipotencia divina en tales cuestionables términos. Sería ingenuo, desde un
punto de vista histórico, negar que el término "todopoderoso" ha
tenido una serie de complejas connotaciones políticas en la imaginación
colectiva de la cristiandad. Es posible, por ejemplo, contemplar el icono
bizantino de Cristo pantocrátor e interpretar que hasta cierto punto da carta
blanca a los abusos autocráticos del poder imperial. Tampoco abogo por una
tesis estéril según la cual la noción de omnipotencia divina sea
intrínsecamente apolítica. Por el contrario, propongo leer el icono del Cristo
pantocrátor como un recordatorio de que el único señorío absoluto que han de
reconocer los creyentes es el de Cristo y no el de cualquier gobernante del
mundo].
Tales distorsiones son posibles cuando
la omnipotencia divina es separada de forma errónea y arbitraria de la bondad,
el amor y la compasión perfectos de Dios. Un Dios dotado de un poder infinito
que sea a la vez malvado es posible concebirlo como un tirano y un auténtico
exterminador. Sin embargo, la omnipotencia divina no puede separarse de su
bondad perfecta, pues en Dios todos sus atributos están unidos mediante una
conexión inefable. No puede existir mejor panacea para toda forma de idolatría
humana, de apropiación del poder y de tiranía que la bondad rebosante y el amor
sacrificado de Dios omnipotente. Una deidad con un poder limitado sería
demasiado débil para oponerse a las usurpaciones del poder y a la idolatría
humanas.
En ocasiones los teólogos políticos
desarrollan una hermenéutica de la sospecha parecida frente a los otros
atributos divinos. Cuando un término metafísico carece de connotaciones
políticas y psicológicas obvias, tal vocablo es rechazado por ser demasiado
impersonal, estático y abstracto (en vez de ser personal, dinámico, discreto o
relacional). Por lo visto, este planteamiento es sumamente efectivo a nivel
retórico, dado que numerosos teólogos recurren a él como un "ataque
preventivo" a fin de impedir cualquier reflexión seria sobre los conceptos
que cuestionan.
El Dios impasible ha sido llamado
"el celestial Narciso", "el monarca autoprotector",
"el gobernante patriarcal", "el mirón eterno" (Camus) y ha
recibido muchas otras designaciones poco lisonjeras. Supongo que los teístas
tradicionales podrían devolver el cumplido llamando al Dios del pasibilismo
moderno "el masoquista celestial perpetuo", "la copia
feuerbachiana de la humanidad sufriente", "el ídolo del liberalismo
teológico autoflagelante" o "el gran fantasma de la ideología
victimista" (a elegir). A veces se ha psicoanalizado al Dios del teísmo
clásico como una proyección del yo cartesiano y al Dios del pasibilismo moderno
como una proyección del yo romántico. Al margen de lo intelectualmente
sugerente que tales caricaturas puedan ser, solo son distracciones que impiden
realizar un análisis en profundidad de las alternativas metafísicas. Sugiero
que se lleve a cabo una completa purificación de la imaginación teológica
contemporánea a través de una fuerte dosis de ascesis mental. Hablando sin rodeos, no es preciso recoger todo
apasionado pensamiento que invade la mente lógica al reflexionar sobre las
perfecciones divinas. En el espíritu del segundo mandamiento, creo que es
momento de pedir una moratoria para el intercambio de insultos respecto a Dios.
Más en serio, se ha planteado que la
asunción de la impasibilidad divina hace problemático, o incluso incoherente,
todo intento de explicar las emociones y la participación de Dios en el drama
del sufrimiento humano. A esta objeción nos enfrentamos de dos maneras
relacionadas entre sí: a)
distinguiendo entre los usos adecuados e inadecuados de la impasibilidad y de
otros atributos divinos de sino negativo en el discurso teológico cristiano; y b) planteando que, para ser redentor,
la participación de Dios en el sufrimiento debe estar caracterizada por la
impasibilidad.
B.-
LA FUNCIÓN DE LA IMPASIBILIDAD DIVINA EN LA CRISTOLOGÍA PATRÍSTICA
¿Qué función tiene realmente la
impasibilidad divina en los textos patrísticos? La noción de impasibilidad
divina aparece comúnmente en el contexto de otros rasgos apofáticos de la
trascendencia divina, como la inmortalidad, la inmutabilidad, la invisibilidad,
la incorporeidad, la ininteligibilidad, la increatureidad, etc. Ello implica
que la
impasibilidad divina es en primera instancia un término metafísico, que
describe la diferencia de Dios respecto al orden creado, no un término
psicológico que denota (tal como alegan los pasibilistas modernos) la apatía
emocional de Dios. Cuando Melitón dice que "el [Dios] invisible es
visto" lo que pretende afirmar es que el Dios que, por naturaleza resulta
inaccesible a los sentidos ordinarios (Jn 1,18), bajo determinadas
circunstancias y por una serie de razones, se hace visible (Mt 5,8; Jn 14,9;
1Jn 1,1-3). De forma similar, el Dios increado crea y se revela a sí mismo por
medio de los objetos materiales. Tal como la Iglesia ortodoxa canta en el
viernes santo: "Hoy, aquel que es por esencia inalcanzable, se deja alcanzar
por mí y sufre la pasión, librándome de las pasiones". Dios es el Otro
santo y, en ese sentido, resulta "inalcanzable", pero es también un Padre
amoroso y, en ese sentido, se deja alcanzar cuando así lo decide.
Si se rechaza el atributo de la impasibilidad
divina basándose en que hay casos de la revelación donde se dice que Dios
sufre, nos enfrentaremos a dificultades parecidas en relación con todos los
atributos negativos de la trascendencia divina. Desde el punto de vista
metodológico, constituye un error aislar el concepto de impasibilidad de Dios,
al modo en que lo hacen a menudo algunos defensores actuales de la pasibilidad
divina, y deshacerse de él sin prestar atención al problema en su conjunto:
¿cómo es posible reconciliar los atributos del Creador trascendente con la
revelación de Dios llevada a cabo en el seno de las condiciones finitas del
orden creado? Trataremos brevemente tres estrategias complementarias que sirven
para abordar esta dificultad.
La
primera estrategia consiste en interpretar las
afirmaciones paradójicas como recursos poéticos que transmiten
"intuiciones por medio de la contraposición de imágenes, intuiciones que
no pueden ser comunicadas de ninguna otra manera". Esta lectura de las
paradojas parece especialmente relevante a la hora de interpretar el lenguaje
auténtico de Melitón y de otros autores bizantinos de himnos de época tardía.
La poderosa yuxtaposición de los atributos divinos de Cristo ("el que
colgó "la tierra sobre las aguas...") y sus experiencias humanas de
sufrimiento y muerte ("...cuelga del madero") en la liturgia de
viernes santo está destinada a instilar en los corazones de los creyentes un
sentimiento de contrición, angustia, gratitud y asombro ante la profundidad de
la humillación libremente escogida por Dios. De acuerdo con esta lectura, el
lenguaje paradójico es una técnica contemplativa destinada a dirigir la mente
de los creyentes para que mediten y oren sobre el misterio de la muerte y
resurrección de Dios, el misterio que en definitiva escapa de toda palabra
humana y de todo modo de expresión. Vemos con buenos ojos esta forma de
comprender la función del lenguaje paradójico, en tanto en cuanto no se
establezca una rígida distinción entre el lenguaje supuestamente puramente
afectivo de la poesía y de la oración por un lado y el lenguaje de la teología
filosófica por otro. Cuando los autores de himnos bizantinos alaban a Dios,
hacían teología; a la inversa, cuando los padres hacían teología, seguían
rezando.
La
segunda estrategia toma la proposición "el impasible
sufrió" como un casi particular de lo que algunos han llamado
"paradoja de lo definitivo religioso". Esta paradoja consiste
principalmente en reconocer las limitaciones del lenguaje religioso: mientras
que, por una parte, algunos
predicados (no todos) pueden ser justamente atribuidos a Dios, por otra parte,
desde la perspectiva de la teología apofática, ningún predicado puede ser aplicado a Dios, pues este no pertenece
al mismo orden ontológico. Independientemente de los necesarios matices que se
apliquen a la tesis de que Dios sufre, se debe reconocer al mismo tiempo que
Dios es impasible, porque trasciende todo sufrimiento, del mismo modo que
trasciende todas las demás realidades.
La
tercera y última estrategia pasa por interpretar el
sufrimiento impasible de Dios como un caso especial de coincidentia oppositorum. La impasibilidad permite a Dios
participar del sufrimiento en la medida de lo posible, en la manera en que
solamente Dios puede. Los críticos del teísmo patrístico objetan que la idea de
que Dios trascienda el sufrimiento convierte a Dios en un ser apático e incapaz
de compadecerse. De hecho, lo contrario es cierto. Precisamente porque Dios
trasciende infinitamente todo sufrimiento humano, es capaz de superarlo y
manifestar auténtica compasión. Justamente porque Dios no se juega nada en la
experiencia del sufrimiento, no es abrumado por él. Dios mantiene su libertad y
permanece activo en medio de los padecimientos. La participación divina en el
sufrimiento nunca carece de sentido, sino que siempre resulta intencionada,
teniendo como meta aliviar la miseria de sus criaturas.
Ya en el siglo III Gregorio Taumaturgo
(ca.213-ca.270) constató la mayoría de estas cuestiones en su tratado A Teopompo. Sobre la impasibilidad y
pasibilidad de Dios. Gregorio explicó el carácter voluntario del
sufrimiento de Cristo de la manera siguiente: "Pues él, en sus
padecimientos, sigue siendo tal como es, aceptando libremente sobre sí los
sufrimientos humanos, y no padece los dolores que brotan de las pasiones humanas.
Pues Dios es aquel que sale ileso de todo sufrimiento, y es facultad suya
permanecer siempre idéntico a sí mismo". Dios preserva su libertad e
inmutabilidad incluso en medio del sufrimiento. Según Gregorio, Dios manifiesta
su impasibilidad no manteniéndose apartado, sino participando en el
sufrimiento:
"No habríamos sabido que el
impasible lo es si no hubiese participado de las pasiones y si no hubiese
experimentado su fuerza. La impasibilidad, pues, se abalanzó sobre las pasiones
como una pasión, de forma que por su propia Pasión muestra que es la causa del
sufrimiento de las pasiones. Así, las pasiones no fueron capaces de enfrentarse
al peso de la fuerza de la impasibilidad".
En los días de Gregorio muchos paganos
afines al mundo de la filosofía consideraban que esta manera de usar la
impasibilidad era en buena medida inaceptable, tal vez rayando incluso lo
absurdo. Sostenían que al Dios impasible le sería más adecuado disociarse por
completo de toda participación en la miseria humana. Gregorio atribuye a estos
filósofos que se oponen a él al idea de que "Dios está volcado sobre sí
mismo y se deleita en sí, a resultas de los cual no hace nada y no deja hacer nada".
Seguidamente, Gregorio plantea que un Dios despreocupado por su creación es
débil e inactivo. Llega incluso a afirmar que "en Dios sería una gran
pasión no cuidar de los seres humanos". De forma parecida a Agustín,
Gregorio contempla la impasibilidad divina y el cuidado providente no solamente
como elementos compatibles, sino como aspectos que se refuerzan mutuamente. En
este caso Gregorio emplea el término passio
en el sentido de un defecto o de una carencia, una connotación que en buena
medida se ha perdido en el término "pasión". Asimismo, parece poner
de relieve que una persona apasionada puede ser indiferente y estar absorbida
de forma egoísta en el mundo de sus propias emociones. Por ejemplo, el
Zeus griego era un dios sumamente apasionado, pero apenas compasivo.
Esto a menudo escapa a esos teólogos contemporáneos, los cuales creen que hacer
de Dios un ser super-emotivo y omni-relacional significa garantizar su
compasión. Dios puede ciertamente mantener relaciones, pero también el Diablo
(imagino que también este tiene sus momentos de euforia). Volviendo a nuestro
tema, la afectividad y la relacionalidad divina han de ser cuidadosamente
matizadas antes de que puedan desempeñar su función en una explicación
coherente de la compasión de Dios.
Además, Gregorio sostiene que sería
indigno de Dios abandonar a sus criaturas, de forma que mueran en pecado e
ignorancia, sin prestarles ningún auxilio. Gregorio compara al Dios benevolente
de los cristianos con un médico que, "cuando desea curar a aquellos que se
ven afligidos por graves enfermedades, acepta de buen grado las dificultades
que conlleva su ministerio para con los enfermos, pues ya anticipa el gozo que
poseerá cuando se recuperen". Es apropiado que Dios participe del sufrimiento
humano a fin de sanarlo. Esta analogía terapéutica y la justificación teológica
de la participación de Dios encarnado en el sufrimiento se convirtieron en un
tópico de la literatura patrística.
Gregorio es bien consciente del hecho de
que la impasibilidad divina puede utilizarse en lo que denominamos un sentido
burdo, que descarta cualquier forma de participación divina en el pathos. Los defensores del platonismo
tardío atribuían esta clase de impasibilidad a la esfera noética. Los
gnósticos, sobre todo aquellos que mostraban inclinaciones docetistas,
afirmaban que, puesto que Dios era impasible, resultaba metafísicamente
imposible y moralmente inapropiado que participara del mundo maligno de la materia
asumiendo un despreciable cuerpo humano. Más de un siglo después, los arrianos
plantearon que, dado que el Dios ingénito era impasible, no podía ser
ontológicamente igual al Logos sufriente. En el siglo V, a fin de salvaguardar
la noción de impasibilidad divina sin restricciones, los nestorianos
defendieron una tajante división entre las acciones divinas de Cristo por un
lado y sus experiencias humanas por el otro. Al margen de sus profundas
diferencias teológicas, los docetistas, los arrianos y los nestorianos
comparten un mismo planteamiento en relación con la impasibilidad divina. Los
tres grupos recurren a la impasibilidad divina sin matizarla, como una
propiedad que excluye categóricamente la participación de Dios en cualquier
clase de sufrimiento. Resulta significativo el hecho de quela Iglesia haya
rechazado tal uso de la impasibilidad divina como algo viciado.
En respuesta, los Padres de la
Iglesia defendieron la realidad del sufrimiento de Cristo frente a los
docetistas, la plenitud de la divinidad del Hijo encarnado frente a los
arrianos y la unidad de su persona frente a los nestorianos. Para los Padres,
la impasibilidad divina era perfectamente compatible con el cuidado providente
de Dios, el cual llegaba a participar en el sufrimiento.
Algunos teólogos contemporáneos no consiguen entender la idea principal de la
cristología patrística al reducir la aportación de los Padres de la Iglesia a
una versión del docetismo o del nestorianismo. Cuando los Padres del quinto
concilio ecuménico, siguiendo las intuiciones de Atanasio y de Cirilo de
Alejandría, afirmaron que "uno de la Santísima Trinidad sufrió en la
carne" trataron de subrayar que Dios no dejaba de ser Dios cuando se
adentró en las condiciones del sufrimiento humano. En una afirmación como
"el Impasible sufrió", la impasibilidad divina sirve para poner de
manifiesto la trascendencia divina, así como para indicar que la divinidad de
Dios no se ve reducida.
Empleado a modo de adverbio, como
en la expresión del Triodion cuaresmal "e impasiblemente te has sometido a tu
pasión", la impasibilidad divina matiza el modo en que Dios soporta el
sufrimiento. Leer estas afirmaciones de forma nestoriana, como si dijeran que
el sujeto divino en absoluto está afectado por el sufrimiento, supone
malinterpretarlas. Cuando los Padres decían que Dios sufría impasiblemente,
pretendían subrayar que Dios no era derrotado por los padecimientos y que la
participación divina en el sufrimiento transformaba esta experiencia. En la
encarnación dios hizo suyo el sufrimiento humano a fin de transformarlo y
redimir la naturaleza humana. En las palabras del Triodion cuaresmal: "Has aniquilado las pasiones (πάϑη) de
mi carne por tu divina cruz, y por tu
pasión (πάϑος) has liberado a todos los hombres de las pasiones (πάϑη)".
Adviértase el intrincado juego de palabras en la cita: πάϑος (en singular)
remite al drama de la cruz, mientras que πάϑη (en plural) se refiere a los
deseos humanos pecaminosos. Este juego de palabras solo puede ser traducido de
forma aproximada.
Dadas las complejidades exegéticas del
término πάϑος y sus derivados, algunos estudiosos de hoy en día han planteado
que, mientras que la noción de apatheia
divina puede haber desempeñado una valiosa función en la teología patrística,
sería mejor que los teólogos actuales abandonaran dicho concepto a causa de su
presuntamente permanente asociación con la apatía. Por lo general, nos oponemos
a cualquier aislamiento histórico y domesticación de las ideas patrísticas, y
en este caso en particular no podríamos estar más en desacuerdo. La apatheia, incluso en su versión estoica
menos atractiva, tiene que ver con la apatía lo mismo que la amnesia con la
amnistía. La tesis según la cual ha de abandonarse todo discurso sobre la
impasibilidad divina debido a que la noción ha sido malentendida muy a menudo
constituye un caso clásico de argumento abusivo. Independientemente de lo
poderoso que pueda ser su atractivo retórico, se trata de un razonamiento
profundamente viciado. Según muestra incluso una reflexión muy superficial
sobre la omnipotencia divina, el teólogo
se ve acuciado por una serie muy parecida de dificultades hermenéuticas en el
caso de cualquier atributo divino, incluyendo conceptos aparentemente poco
problemáticos como el amor y la compasión. Nos parece equívoco aislar el
concepto de impasibilidad divina y exigir que todos los posibles usos que se
hagan de él sean inmunes a la crítica como requisito de la viabilidad del
concepto. Tal como hemos sostenido anteriormente, la impasibilidad divina no
solo resulta compatible, sino que de hecho es un corolario de una manera
adecuada de comprender el amor y el cuidado providente de Dios. En el último
apartado abordaremos las dificultades a las que el abandono de la impasibilidad
divina ha conducido a aquellos defensores actuales de la pasibilidad que hacen
del sufrimiento un rasgo permanente de la vida interior de Dios.
C.-
PROBLEMAS IMPLICADOS EN EL CONCEPTO DE SUFRIMIENTO DIVINO ETERNO
Muchos teólogos contemporáneos que
afirman que Dios sufre eternamente tienden a concebir el sufrimiento como un rasgo
permanente del amor divino. Coincidimos con la legítima preocupación de esos
teólogos para los que la formulación del amor de Dios manifestado en la cruz
debe ser acorde con los rasgos del amor divino en relación con la creación y
con el amor compartido por las personas de la Trinidad. En las palabras de un
teólogo ruso decimonónico, el metropolitano Filareto de Moscú, "el amor
del Padre es crucificante, el amor del Hijo es crucificado y el amor del
espíritu Santo triunfa por el poder de la cruz". Sin embargo, frente a
quienes eternizarían el sufrimiento divino convirtiéndolo en un atributo de la
Trinidad inmanente (tal como, por ejemplo, hacen Jürgen Moltmann y sus
discípulos), sostendría que el amor que se manifiesta en la cruz incluye
no solo el sufrimiento de todos aquellos abandonados por Dios, sino que también
posee la fuerza de la resurrección para transformar y conquistar todo
sufrimiento, penetrando hasta las entrañas mismas del infierno.
Mañana, el día en que se proclama el
evangelio de la resurrección de Lázaro, Cristo estará llorando (litúrgicamente
hablando) ante la tumba de su amigo. En sintonía con las intuiciones teológicas
de Cirilo de Alejandría, los Padres enseñaron que Aquel que lloraba era Dios
encarnado en persona. Sin embargo, Aquel que lloraba no se limitó a permanecer
ante la tumba de Lázaro, lamentándose durante toda la eternidad, como imaginan
algunos defensores de la pasibilidad. También ha resucitado a Lázaro de entre
los muertos. Así, Aquel que lloraba ha triunfado sobre el dolor y la mortalidad
cuando revivificó a Lázaro.
De todo ello se sigue que, a fin de ser
capaz de llevar a cabo la redención, Dios debe ser más que "alguien que
sufre con nosotros y nos entiende", según la propuesta de algunos. Un Dios
que meramente padece con nosotros no puede ayudar a quienes sufren. La
compasión divina es mucho más que conmiseración sentimental. Llegará el día en
que Dios enjugará todas las lágrimas de los ojos de quienes sufren (Ap 7,16),
al igual que ha enjugado las lágrimas de Marta y María resucitando a su hermano
Lázaro d entre los muertos. Ello significa que las lágrimas, la pena y el dolor
no tiene la última palabra en la vida de Dios, contrariamente a lo que libros
con títulos como Las lágrimas de Dios
y Teología del dolor de Dios nos
inducirían a pensar.
El sufrimiento divino eterno no tiene
ningún objeto, salvo la perpetuación de la miseria. Postular un sufrimiento
irredento en Dios, como tienden a hacer algunos teólogos actuales, supone
eternizar el mal. Lejos de ofrecer una teodicea convincente, proyectar el
sufrimiento de la humanidad en la vida interior de Dios solamente complica el
problema del mal. Dentro de este cuadro, que ejerce un magnetismo casi
hipnótico en los defensores contemporáneos de la pasibilidad, se trivializa y
de idealiza la naturaleza destructora del sufrimiento como algo intrínsecamente
valioso y redentor. Si pudieran, las víctimas de los gulags y de los campos de
concentración nazi clamarían al cielo, quejándose de este concepto de Dios,
pues por su propia experiencia han aprendido que un sufrimiento prolongado
destruye a la persona, si no se resiste físicamente y se supera
espiritualmente. Sin duda, los mártires cristianos no sufrieron dolores atroces
en esta vida para poder seguir aguantando el mismo dolor con Dios por toda la
eternidad. Sería una pesadilla. La mortalidad y las penalidades que esta
conlleva son por definición rasgos de esta vida, no de la vida eterna.
[Recordemos las palabras de la liturgia funeraria de la Iglesia ortodoxa
oriental: "Junto a los santos da descanso, oh Cristo, al alma de tu
siervo, donde no hay dolor, ni pena, ni sufrimiento, sino vida sin fin"].
La teología del sufrimiento divino
eterno constituye una glorificación errónea y sentimental del mal, pese a las
buenas intenciones de aquellos que la proclaman. El salvador que padece
eternamente precisa de otro salvador impasible, pues solo este puede rescatar
al salvador impotente de su miserable destino. Es posible imaginar que
un salvador tan impotente estaría absorbido por el drama de su propio
sufrimiento de tal manera que no sería capaz de compadecerse sentimentalmente
de sus criaturas.
De acuerdo con el espíritu
patrístico, sería apropiado hablar de la victoria eterna y decisiva de Dios
sobre el sufrimiento y la muerte, un triunfo caracterizado p or la
impasibilidad, no por el sufrimiento divino durante toda la eternidad,
acompañado por el rechazo de la impasibilidad.
Cuando los pasibilistas modernos (en muchos casos por buenas razones) protestan
contra el falso triunfalismo de la theologia
gloriae, no reconocen suficientemente que la theologia crucis constituye en buena medida una teología de la
desesperación al margen de la theologia
resurrectionis, es decir, del mensaje de la victoria definitiva de Dios
sobre la muerte. En las palabras del troparion
pascual ortodoxo, "Cristo ha resucitado de entre los muertos, pisoteando
al muerte con la muerte y dando la vida
a quienes yacían en la tumba". El sufrimiento de Cristo en la cruz tiene
valor redentor universal solo si el pecado y la mortalidad han sido
conquistados de una vez por todas por la fuerza de la resurrección.
Los Padres, desde Melitón de Sardes
hasta los anónimos autores del himno del Triodion
cuaresmal, han preservado fielmente la paradoja del sufrimiento impasible de Dios
en la carne. Esta paradoja capta la tensión vital entre la trascendencia de
Dios y su plena divinidad por una parte, y la participación íntima de Dios en
el sufrimiento humano, por la otra. Dios es impasible en la medida en que es
capaz de conquistar el pecado, el sufrimiento y la muerte, y Dios es también
pasible (en un sentido cuidadosamente matizado) en la medida en que en la
encarnación ha decidido adentrarse en la condición humana para transformarla.
Dios sufre en la naturaleza humana y por medio de ella, asumiendo el dolor y la
pena en su vida y apropiándose de tales experiencias.
Algunos pasibilistas contemporáneos
rechazan la cristología de Calcedonia, la cual interpretan de manera equivocada
en términos nestorianos, distinguiendo tajantemente los sufrimientos de la
naturaleza humana y las acciones de la divinidad. Tales teólogos proponen, en
cambio, predicar todo el sufrimiento directamente de la naturaleza divina de
Cristo. Consideremos los problemas que
provoca ese planteamiento.
En
primer lugar, si Dios sufre durante toda la
eternidad, entonces no hay nada singularmente redentor en el sufrimiento de
Cristo en la cruz. La encarnación es sencillamente una burda copia de lo que
Dios ha soportado durante toda la eternidad. En segundo lugar, si todas las experiencias de Cristo pueden ser
predicadas directamente de Dios en su naturaleza divina, en otras palabras, si
Dios como Dios experimenta el sufrimiento humano del mismo modo en que lo hacen
los seres humanos, entonces sería totalmente superflua la asunción de la
naturaleza humana. En este esquema, la naturaleza humana simplemente duplica
las experiencias que Dios ya ha tenido al margen de la humanidad en su
naturaleza divina. En tercer lugar,
el sufrimiento eterno de Dios en la naturaleza divina conlleva una cierta forma
de corporeidad divina permanente -una conclusión ineludible, que solo algunos
defensores modernos de la pasibilidad estarían dispuestos a defender-. Si Dios
ya tiene un cuerpo cósmico, resulta innecesario asumir un cuerpo humano
adicional en la encarnación. [Es posible desviar estas objeciones.........
. Por
último, si en el marco de la encarnación el sufrimiento se predica
directamente de Dios en su naturaleza divina, Dios ya no comparte el
sufrimiento de la humanidad asumida, sino que padece en total aislamiento del
ser humano. Tal como Thomas Weinandy ha señalado acertadamente, "irónicamente,
quienes abogan por un Dios sufriente, encerrando el sufrimiento en la
naturaleza divina de Dios, han encerrado a Dios lejos del sufrimiento
humano". En conjunto, estas objeciones son demasiado serias para
que resulte viable el concepto de sufrimiento eterno de Dios.
D.-
CONCLUSIÓN
La meta principal de la cristología de
Calcedonia fue mantener unidas la divinidad y la humanidad de Cristo, a la vez
que se distinguían entre ambas. Difuminando la distinción entre la humanidad y
la divinidad, y atribuyendo todas las experiencias humanas de Cristo
directamente a Dios, los defensores actuales de la pasibilidad han hecho que la
asunción de la humanidad en la encarnación resulte superflua en el mejor de los
casos, y metafísicamente imposible en el peor de ellos. Insistimos: Dios, como
Dios, no repite lo que nosotros, como humanos, sufrimos. Sin embargo, en la
encarnación Dios, que sigue siendo Dios, participa de nuestra condición hasta
llegar a la dolorosa muerte en la cruz. Permaneciendo impasible, Dios decide
asumir por completo las experiencias de su naturaleza humana. Por estas
razones, es preciso recuperar la noción de impasibilidad divina, integrándola
de una forma más adecuada en la reflexión teológica contemporánea sobre el
misterio de la participación divina en el sufrimiento de mundo.
La cristología paradójica posee el
potencial para hacer que la reflexión avance, dejando atrás las caricaturas
modernas que guardan relación con el concepto tradicional de impasibilidad, y
viceversa, las en ocasiones demasiado negativas lecturas de las propuestas
pasibilistas por parte de los defensores de la impasibilidad. La cristología
paradójica expresa en el lenguaje de la oración y del símbolo aquello que es
tan difícil de formular adecuadamente en el lenguaje del dogma.
Proponer una cristología paradójica no
significa deleitarse con la irracionalidad y la incoherencia. Esos viejos
vicios intelectuales siguen siendo vicios intelectuales, a pesar de las
alabanzas que les han prodigado los sumos sacerdotes del posmodernismo. Lo que
queremos decir es que la disolución de la paradoja cristológica, ya sea por parte
de quienes rechazan que Dios sea de algún modo impasible, ya por parte de los
que descartan que sea pasible, crea mayores interrogantes teológicos que los
que plantea el lenguaje paradójico, sin duda alguna también problemático.
El objeto de las declaraciones
paradójicas no es otro que preservar la tensión que se da entre la
transcendencia divina y su plena divinidad, por una parte, y el interés de Dios
por la creación y su participación en el sufrimiento, por otra. Mientras que la
cristología paradójica ofrece la posibilidad de plantear diversos modelos
kenóticos que resultan plausibles, dicha cristología no descarta aquellos
planteamientos que excluyen cualquier noción de impasibilidad divina. Algunos
críticos pueden considerar quela reticencia de los compositores de himnos a la
hora de especificar en qué medida exactamente participa Dios del sufrimiento
humano es teológicamente inmadura y constituye una petitio principii. Creemos que este tema puede ser contemplado bajo
una luz diferente. La solidez de esta postura reside en su reserva apofática y
en su amplitud: una vez más, no se defiende ningún modelo de participación de
Dios en el sufrimiento como si fuera normativo o vinculante, en tanto que se
rechaza decididamente la apatía divina y el sufrimiento eterno irredento.
Comoquiera que Dios participe en el sufrimiento, no es ni eternamente
indiferente al sufrimiento ni eternamente superado por él. Así pues, si
reconocemos la insoluble paradoja de la trascendencia e inmanencia divinas que
se halla en el centro del misterio de la participación de Dios en el
sufrimiento, tendremos una base para lograr un futuro consenso teológico al
respecto.
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