EL
SÍNDROME-(COMPLEJO) DEL HERMANO MAYOR.-
Lc 15,11-33
Lc 15,11-33
LA
BIENAVENTURANZA DE AMAR COMO EL PADRE AMA
(Lc 6, 27-38)
Este evangelio prosigue con el denominado
"Sermón de la Llanura" (que es la versión lucana, mucho más breve,
del "Sermón de la Montaña" expuesto en el evangelio según san Mateo).
A continuación de las bienaventuranzas, vienen estas enseñanzas de Jesús. Están
dichas de un modo contundente, casi provocativo. Y hay que dejarlas caer
despacio, como gota a gota, en el corazón, para que éste se empape de ellas.
Creo que podrían formularse en forma de
bienaventuranza. Y, en realidad, Lucas las formuló así en otro pasaje de su
evangelio. En ese otro momento, Lucas cuenta que Jesús, tras aceptar una
invitación a comer en casa de un fariseo, «observando cómo los comensales
escogían los puestos de honor, le dijo al que le había invitado: "Cuando
ofrezcas una comida o una cena, no invites a tus amigos o hermanos o parientes
o a los vecinos ricos; porque ellos a su vez, te invitarán y quedarás pagado.
Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos. ¡Dichos
tú, entonces, porque no pueden pagarte!, pues te pagarán cuando
resuciten los muertos» (Lc 14,12-14).
¡Bienaventurado, dichoso tú, cuando invites
a los que no puedan pagarte!
¿De dónde vendrá ese
afán que tenemos siempre por cobrar? El tiempo, si se aprovecha bien, nos hace
más sabios, pero cuando sólo se utiliza para tratar de justificar nuestros
"derechos adquiridos", no suele hacernos otra cosa que más necios...
¡Ay, nuestra dignidad, puesta siempre en los ojos de los otros, cuando tendrían
que ser los de Dios, los ojos de Dios los únicos que de verdad nos importasen!
Siempre parecen sobrarnos los motivos para estar arriba, olvidando de esa
manera lo que nos dice Jesús: que nuestra verdadera dignidad está en ser los
últimos, los servidores-esclavos de todos...
Este evangelio nos da la explicación del porqué de
esa dicha: porque si obras así, te parecerás a Dios, tu Padre, que es bueno, y
serás hijo del Altísimo. Pues el evangelio de hoy está repleto de sugerencias
que constituyen en su conjunto una llamada a que nos parezcamos al Padre:
* A un Padre que -como repite insistentemente san
Pablo en sus cartas- nos amó cuando éramos enemigos suyos. Él se acercó a
nosotros cuando éramos todavía pecadores. Por tanto, es un Padre cuyo
comportamiento es siempre de gratuidad; nos amó primero (y porque nos amó nos
creó, como dice el Libro de la Sabiduría), sin esperar a nuestra iniciativa y
sin aguardar a que fuéramos buenos y amables, es decir, dignos de amor.
* A un Padre que ama sin fronteras, que hace salir
el sol y caer la lluvia para bien de justos e injustos; y que es bueno con los
desagradecidos y los malvados. Es un Dios Padre que "nos quiere
independientemente de cuál sea nuestra condición. Eso es lo que significa que
Dios es nuestro Padre, que es amor incondicionado.
* A un Padre que sabe y vive (porque Él es puro Don
y Autodonación) que "más vale dar que recibir" (ese dicho de Jesús
que recoge san Pablo en un discurso de los Hechos de los Apóstoles 20,35).
* A un Padre que es compasivo -se le "derriten
las entrañas" ante nuestros pesares-, es "bueno del todo" -como
traduce la Nueva Biblia Española- y derrama setenta veces siete su compasión y
su misericordia sobre nosotros.
Jesús nos dice que parecerse a ese Padre es una
dicha; quien lo hace es bienaventurado.
Pero para serlo, debemos amar con el mismo estilo
de amar que tiene el Padre. Es el amor que Jesús reveló y que Él mismo practicó
en su vida. ¿Cómo es ese amor?
* Un amor que no se limita a los amigos y a los que
pueden recompensarnos, sino que alcanza a los que no lo agradecen; y a los
enemigos, para que, a través de nuestro amor, descubran, desconcertados por
nuestros gestos amistosos, la torpeza de ser enemigos y les lleve a la
reflexión sobre su conducta equivocada.
* Un amor que sabe que al mal se le vence con el
bien; y que los conflictos no se resuelven metiéndose en el vértigo de la
espiral de violencia. Pues Jesús, al enseñarnos esta calidad de amor, partía de
su propia experiencia de Dios, su Padre. Y Dios, el Padre, bueno del todo y
bueno con todos, ama y busca la justicia, sí; pero no es violento. No
destruye a los injustos, sino que busca su cambio. Así es Dios y así
hay que trabajar por un mundo más humano; no introduciendo más violencia en él,
sino buscando el cambio de las personas y la humanización de las relaciones.
* Un amor que no está basado en el trueque -te amo
si me amas-, sino que es un amor asimétrico: es decir, un amor que dice: amaré
aunque no me ames. Pues hijo de tal Padre no es el que no hace mal a nadie,
pero queda encerrado en su propio y cómodo egoísmo, sino el que hace el bien a
el que no lo merece; y así se arriesga a amar sin esperar nada a cambio, si no
es el crecimiento del otro y el hacer su vida más humana.
* Un amor que quiere superar el mercantilismo
imperante en nuestra sociedad competitiva -do
ut des: te doy si me das-, y que quiere imitar la gratuidad desbordante de
Dios Padre. Porque el que practica ese amor asimétrico parte de la experiencia
que él mismo tiene de cómo Dios se ha comportado con él; pues el Padre, a pesar
de sus miserias, de sus flaquezas y pecados, le ha seguido queriendo y
aceptando. Y desde esa experiencia de estar abrazado por ese amor gratuito e
incondicional de Dios, se siente apremiado y comprometido a corresponder con
todas sus fuerzas al amor incondicionado de Dios: a amar también sin condiciones,
aunque el otro sea o parezca su enemigo.
¿Es posible un amor así? Al comienzo
de sus exhortaciones, Jesús dice: "A los que me escuchéis, os
digo...". Jesús se dirige a todos, no solamente a sus discípulos o a una
élite. Se dirige a cualquiera que desea escucharle. Por tanto, Jesús cree que
un amor así es posible; pero lo cree posible contando con la fuerza de Dios.
Recordemos el dicho de Jesús -que recoge también Lucas en su evangelio-: "Lo
que parece imposible para el hombre, es posible para Dios". Con la
fuerza, con la ayuda de Dios es posible acercarnos cada vez más a ese amor de
Dios que nos hace hijos.
Aquí vale la célebre frase de san Agustín:
"Pídeme lo que quieras, Señor, pero dame la fuerza para hacer lo que me
pides". Con la gracia de Dios podremos pedir e ir teniendo ese amor amplio
y misericordioso que nos hace parecernos al Padre; un amor que sabe perdonar.
Hablamos de acercarnos a ese amor perdonador
del Padre; por tanto, de un proceso que puede requerir tiempo; de un
horizonte al que ir aproximándose con paciencia, pero con confianza. Sabiendo
que la gracia es don y es tarea. Que hay que pedirla, pero también colaborar
con ella. Y por eso hay que ir dando pasos para, con la ayuda del Señor, no
acumular resentimiento ni cebarnos en la agresividad que despiertan en nosotros
los agravios recibidos, ni dejar que la defensa de nuestros derechos se
convierta en una palanca de revancha vengativa; y, aunque es difícil olvidar,
es muy importante la manera de recordar lo pasado, porque hay modos de recordar
que son dañinos no solo para el ofensor, sino también para el ofendido... Y
todo esos pasos hay que ir dándolos con el corazón anclado y la vista fija en
el Dios Padre que ama y perdona, y de cuyo amor y perdón vivimos todos.
Decíamos al comienzo que este evangelio podría
formularse en forma de bienaventuranza. Sería así: "Bienaventurado el que ama
como Dios Padre ama, porque será un hijo digno de Él".
Bien-aventuranza
es una palabra compuesta: significa "aventurarse bien". Supone, pues,
riesgo, aventura, apuesta... Pero es un riesgo que vale la pena: pues es
arriesgarse para parecerse al Padre. Seamos bien-aventurados: aventurémonos
bien, arriesguémonos, pidiendo para ello su gracia, a ser hijos que aman como
su Padre ama.
LOS FRUTOS
DEL CORAZÓN Lc 6,39-45
Este evangelio recoge la parte final del
"Sermón de la Llanura". Jesús ha expuesto el núcleo esencial de su
mensaje: el amor que tiene que impregnar toda la vida del discípulo. Es un amor
al prójimo que abarca a los propios enemigos. Y la motivación que daba Jesús
para fundamentar la existencia cristiana en ese amor era la bondad y
misericordia de Dios, Padre de todos, que es "bueno del todo". Jesús
nos decía: "Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo; no juzguéis y no
seréis juzgados".
En este tramo final del discurso -en el que Lucas
reúne diversos proverbios y breves parábolas de estilo sapiencial- Jesús
ensancha el horizonte: este amor no se limita a los enemigos, sino que sus
exigencias se extienden a las relaciones mutuas entre los propios cristianos.
La generosidad -de la cual es modelo el
Padre- debe presidir también las relaciones de los miembros de la comunidad
cristiana.
Vamos a concentrarnos en dos de las sentencias que
pronuncia Jesús.
La
mota y la viga
Jesús, con una palabra muy dura, hipócritas (embusteros, farsantes), con la que
tantas veces se enfrentó a los fariseos, denuncia la tendencia -que es con
frecuencia la nuestra- a juzgar despiadadamente a los demás, mientras que somos
omnicomprensivos con nosotros mismos e, incluso, cegatos ante nuestros
defectos. Miramos con lupa y detectamos con sospechosa prontitud la
"mota" en el ojo ajeno y no reparamos -exclama Jesús con una
exageración provocativa- en la "viga" que se enseñorea de nuestros
propios ojos. Jesús critica nuestra propensión a convertirnos en jueces y fiscales
de los demás sin haber practicado antes una sana autocrítica que nos permita
detectar nuestros fallos. Sin ella, seremos "como el ciego que quiere
guiar a otro ciego; pues un hipócrita se puede considerar a sí mismo como un
dechado de perfecciones, cuando en su interior está viciado. Pero entonces,
caerá y hará caer en el pozo a los que pretende guiar. Queremos hacer de
maestros y dar consejos a los demás, cuando no somos capaces de ver el camino
nosotros mismos", pues nos lo impide la "viga" que nos emborrona
la visión.
Jesús no prohíbe apreciar las cosas con
objetividad, ni pretende condenar la corrección fraterna (Lc 6,41.42). Ha sido
sobre todo san Mateo, el evangelista más eclesial, el que nos ha descrito con
minuciosidad el proceso comunitario de esa corrección (Mt 18,15-18). Con ella,
se trata de "ganar" al hermano; es decir, de "rescatar" e
"incorporar" de nuevo a la comunidad al hermano -que sigue siendo
hermano, pero que se ha "desviado" y "alejado"-; para
"reganar" al miembro de la comunidad que ha sido débil y poco
coherente en su conducta con lo que le pediría su fe (aunque
nos diga: ¡No quiero, no me interesa, saber cómo me corriges, y si lo haces, no
quiero que me lo hagas saber!). Pero, para que esa corrección
sea auténticamente evangélica y no un simple y odioso proceso inquisitorial o
una crítica vengativa, necesita que se practique con ciertas condiciones y
desde determinadas actitudes: 1) Debe
hacerse desde y para el amor. Si se corrige, no es para molestar, sino
porque se ama a quien se corrige y se le quiere también liberar de sus errores,
para que, a su vez, él pueda amar más. Si no hay amor, más vale no corregir;
pues, en ese caso, habrá crítica o juicio despiadado, o incluso venganza, pero
no corrección fraterna evangélica. Sólo se debería corregir al que se ama; 2) Paciencia, pues no puedo olvidar al
corregir quién soy yo. ¡Que tenga memoria de quién soy yo, cuando corrijo! Esta
bendita memoria, que me recordará mis debilidades, me hará tener una paciente
comprensión con las faltas del otro; y así me hará ver la falta, pero no dejaré
de amarle, imitando así la paciencia que Dios tiene conmigo; 3) Reciprocidad. Para corregir a otro,
tengo yo que estar dispuesto a dejarme corregir; de lo contrario, sólo pretendo
ser un juez intangible, no un frágil ser humano que también necesita mejorar.
Entonces carecería de sincera humildad.
Jesús nos dice que ese jefe exigente, ese juez
intangible que llevamos dentro, debe empezar reconociendo su propia debilidad;
así eliminará todo atisbo de actitud farisaica por supuesta superioridad y sólo
se dejará llevar, cuando corrige, por la serena objetividad del amor, que
siempre es comprensivo y compasivo.
Limpios de corazón
Jesús nos invita a bucear en nuestro corazón. Nos
dice: "El que es bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el
bien; y el que es malo, de la maldad saca el mal". El valor del
hombre se mide por su corazón. Por eso Jesús insiste a lo largo del Evangelio
en que lo que Dios nos pide es nuestro corazón y no se contenta con nuestros
labios (Is 29,13). Nos dirá que el mayor mandamiento se resume en "amar al
Señor, tu Dios, con todo tu corazón".
El hermano tiene que ser perdonado de
corazón. Y la visión de Dios la promete a los limpios de corazón. Y hasta ofrece una definición de lo que es el
hombre basada en el "contenido" de su corazón: "Donde está vuestro tesoro, allí está vuestro
corazón". Como si dijera: hazme ver dónde tienes pegado el corazón,
dónde está tu amor, y te diré quién eres.
Corazón
(leb), en sentido bíblico -que es el que asume Jesús-, no es sólo el centro
emocional, ligado a la vida afectiva. "Es el lugar del pensamiento, del
querer y sentir del hombre. A él pertenecen, por tanto, en primer lugar, el
conocimiento, las convicciones, la comprensión, la reflexión, que nosotros
situamos en la "mente"; pero, además, es el lugar de las actitudes, y
en él se fraguan la decisión y la opción, que para nosotros se sitúan en el
terreno de la voluntad; por último, en él anidan los miedos, el amor y el odio,
es decir, "los sentimientos", en un sentido más cercano al nuestro.
El corazón resume, por tanto, el mundo interior del hombre. Significa la
totalidad de la persona. De ahí que "lo que sale del corazón" sea
responsabilidad del hombre total. "Lo que sale del corazón" es
"lo que sale de dentro" y es lo que puede hacer puro o impuro al ser
humano (Mt 15,18ss).
Ese "corazón" queda lejos de las miradas
de los hombres, que tantas veces nos anclamos en las apariencias; pero está al
alcance de Dios, que lo sondea (Sal 138[139]) y lo penetra (1Sm 16,17; Prov
15,11; Prov 4,22). Y Dios Padre lo mira porque es la bondad de nuestro corazón
lo que nos hace asemejarnos a Él. Nuestro corazón puede ser reflejo de la
bondad y la generosidad de Dios.
De esa raíz buena de nuestro ser brotarán también
los frutos. Nuestras palabras y nuestras obras serán entonces buenas. De la
misma manera que de un árbol sano no nacen frutos dañados, sino sanos, también
de un corazón bueno brotarán coherentemente palabras y acciones sanas que
servirán de testimonio que incite a los demás a imitar la bondad del Padre.
"Cada árbol se conoce por su fruto", nos dice Jesús; y "lo que
rebosa el corazón, se manifiesta exteriormente", no solamente en palabras,
sino también en acciones.
Jesús, pues, nos pide que estemos atentos a nuestro
corazón, que le chequeemos con frecuencia. Pues si nuestras palabras y nuestro
comportamiento con los demás son ariscos, críticos, distantes, dañinos.., es un
síntoma claro de que lo que está "detrás" de nuestra conducta es un
corazón que necesita purificarse: no refleja, en absoluto, el modo de latir que
tiene el corazón del Padre, sino que está rebosando orgullo y egoísmo.
Para realizar ese examen con sinceridad necesitamos
ayuda. Pues nuestro corazón tiende a enmascararse. Pascal decía que "el
corazón tiene razones que la razón no entiende". Pero también podemos
decir que el corazón tiene sinrazones que la razón camufla, segregando
justificaciones. Por eso, con humildad, tenemos que pedirle al Señor
que nos haga "limpios de corazón", y nos enseñe -Él, que, como decía
san Juan (Jn 2,24-25), "sabía lo que hay dentro de cada hombre"- a
desbaratar los artilugios y camuflajes de nuestro corazón. Pues ya lo decía
Jeremías: "Nada hay más falso y enfermo que el corazón, ¿quién lo
entenderá? Yo, el Señor, penetro el corazón, sondeo las entrañas" (Jr
17,5-10).
Que Él penetre nuestro corazón, y nosotros con Él,
para que se cumpla en nosotros lo que pide el Salmo 138 [139]: "Señor,
sondéame y conoce mi corazón, ponme a
prueba y conoce mis sentimientos... Mira, si mi camino se desvía, guíame por el
camino recto" (vv. 23-24). Ello será posible si nos abrimos al Espíritu,
que renovará continuamente nuestro corazón -"Os daré un corazón nuevo y os infundiré un espíritu nuevo (Ez
36,26)-, y que ha sido derramado en nuestro corazón para darnos fuerza y poder
vivir como hijos del Padre, que quieren tener un corazón semejante al suyo (Ga
4,4-7).
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