martes, 7 de mayo de 2013

Mi primer catequista...



MI PRIMER CATEQUISTA...

Mateo 12,31-32
Por eso os digo que a los hombres se les perdonará todo pecado y blasfemia, pero la blasfemia contra el Espíritu no les será perdonada. Y al que diga una palabra contra el Hijo del hombre, se le perdonará; pero al que la diga contra el Espíritu Santo, no se le perdonará ni en este mundo ni en el otro.

            Jer 15, 18.- “¿Por qué es continuo mi dolor, y mi herida incurable y sin remedio? Te me has vuelto arroyo engañoso de aguas caprichosas”.
            Jer 20, 9.- “Yo me decía: No pensaré más en Él, no hablaré más en su nombre. Pero era dentro de mí como un fuego devorador encerrado en mis huesos; me esforzaba en contenerlo, pero no podía”.
            Jer 20, 14-18.- “¡Maldito el día en que nací; el día en que mi madre me dio a luz no sea bendito! ¡Maldito el hombre que dio a mi padre la noticia: Te ha nacido un hijo varón; llenándolo de alegría!.../.
            Job 3, 3ss .- “¡Desaparezca el día en que nací y la noche que dijo: ha sido concebido un hombre!.../.
            Job 10, 18-20.- “ ¿Por qué me hiciste salir del seno? Habría muerto sin que nadie me viera.../.

           
            ...¿Y quién eres tú?... le preguntó la oruga a Alicia...

            [... El Señor sabrá comprender y disculpar, era así, de verdad...]

             Mi primer catequista fue mi padre. Raro era el día que mi padre no se [“cagaba en Dios”], y por aquella facilidad de palabra bien se podía decir que no sufría en absoluto de estreñimiento; resumiendo, “cagarse en Dios” no era una función que mi padre realizase solamente una vez al día. Así fue como yo descubrí que Dios existía, no por Dios mismo, sino porque era aquel sobre el que mi padre tenía una imperiosa necesidad de cagarse una y otra vez, como fundamento de una terapia relajante, pero esto lo descubriría más adelante; en aquel entonces yo no podía imaginarme a Dios sino como un pobre diablo cagado hasta los sobacos, por las mierdas de mi padre y de otros como él, pues entre los hombres mayores, los hermanos que yo conocía, y que se les llamaba señores si eran de buena posición, se llevaba mucho eso de [“cagarse en Dios”], si bien es cierto que esto no se nos permitía a los niños, por lo menos hasta después de volver de la mili, cuando ya era tu mismo padre quien te ofrecía tabaco como parte del ritual que afirmaba tu entrada en el mundo de los mayores.
            Pero todo eso también sería algo que descubriría más tarde, al crecer, al abandonar para siempre aquel irrecuperable mundo que yo me fabricaba contemplando las nubes en el camino de la huerta, al ir o al volver, en el carro o en el remolque, en compañía de la Torda y la Montesa, las mulas que habían sustituido en casa a los burros y que acompañaron mi crecimiento.
            Yo había visto a mi padre cagando en más de una ocasión, cuando estábamos en el campo, casi todos los días, detrás de una cepa, entre los trigales, entre la cebada, detrás de un árbol, porque en mi infancia todavía había árboles alrededor de mi pueblo y lagunas. Así que yo, que siempre hacía caso a mi padre, porque él era la persona más sabia y más fuerte que yo conocía, deduje que Dios andaba por allí, alrededor nuestro, en las viñas, en los trigales, en las cebadas, en los árboles; en cualquier lugar que mi padre cagase estaba Dios
            Mucho le costó domar a las mulas, a las que compró jóvenes e inexpertas. En mi más tierna infancia una de las primeras cosas que comprendí era lo que significaba “ser más terco que una mula”. A veces, arando, les daba tantos gritos, les castigaba tanto el morro con los ramales y la serreta, que las pobres se espantaban y en vez del surco recto dibujaban en la tierra trazos de los que hubiera presumido el mismo Picasso. Mi padre para sujetarlas forcejeaba sobre la vinaera, tratando de clavarla en la tierra todo cuanto podía, pero ellas le cogían tanto miedo y tiraban tanto que hacían un surco de tal profundidad que para sí hubieran querido muchos arados de vertedera.
            Ante aquella respuesta por parte de los animales, la impotencia de mi padre se desahogaba poniendo en fila a la jerarquía celeste: ¡Muuuuulos!... [¡Me cago en Cristo, en el Dios cabrón, el Copón Bendito y en la Virgen puta santa y adorá!...] Y así seguían una y otra vez las letanías del rosario de mi padre, mañanas o tardes en las que, aquellos cantares de mi padre, hacían que no acudiesen ni los pájaros por donde nosotros estábamos. Cuando mi padre se centraba de aquel modo en sus rezos, mi hermano José –que como primogénito, a la quinta, compartía el nombre con mi padre- y yo procurábamos no estar en el punto de mira por lo que nos pudiese tocar, ya que en el caso de que se repartiese alguna hostia que no fuese a parar a las mulas, sólo dos eran las alternativas, si bien es cierto no recuerdo que jamás nos pusiera la mano encima. Una noche si que nos llevamos unos correazos porque nos estábamos comportando como unos salvajes, y la habitación de dos por tres metros, donde estaba reunida toda la familia, cinco hermanas y tres hermanos, padre y madre, además de la estufa, no permitía tanta locura. Toda la violencia que salía de mi padre era en forma de palabras.
            Buscando en mi memoria no logro recordar que mi padre se cagase nunca en el Espíritu Santo, pero es que mi padre había ido muy poco a la escuela, lo justo para leer, escribir y algunas cuentas, y no creo que por aquel entonces explicasen nada acerca del misterio de la Trinidad. La catequesis del cura párroco a este respecto se resumía en: ¿Los vistes tú, les das de comer tú?...Entonces ¿a ti que te importa que sean tres, cuatro o cinco?... De lo que yo estaba seguro es de que, cagándose como lo hacía en dos de sus componentes, al tercero también le tocaría su parte, si bien es cierto que al no blasfemar directamente sobre el Espíritu Santo no le tocase el imperdonable: ¡Ay de aquel que blasfeme contra el Espíritu Santo!...(Mt 12,32).
            Igual que al poeta me hubiese gustado decir: “Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla...”, pero no, el patio de mi casa era manchego y también en él aprovechaba mi padre para [“cagarse en Dios”]. De este modo tan singular, y tan corriente entre los chicos de mi edad en mi pueblo, averigüé que el cielo estaba habitado, y me imaginaba a todos los ángeles con un orinal en la mano, prestos a ponerlo a la menor ocasión, no sé si en el culo o en la boca de mi padre.
            Por el contrario, mi abuela, la madre de mi padre, que vivía casi en la plaza del pueblo, donde está la iglesia, celebraba misa todos los días. Me recuerdo a los quince años, en mi época nietzscheana, preguntándole siempre por qué iba tanto a misa, y recuerdo su respuesta, siempre con una sonrisa, mirándome a los ojos: ¡Por los que no van nunca!
            En casa no nos dábamos los buenos días por la mañana, porque si lo bueno estaba en la cama, sobre todo por la mañana a la hora de levantarse, ¿qué podría tener de bueno el abandonarla? Era un suplicio, o porque había que ir a la escuela, o porque había que ir al campo...

            Del Evangelio según san Mateo 21, 28-32.- Parábola de los dos hijos
...¿Y qué os parece? Un hombre tenía dos hijos y, llamando al primero, le dijo: Hijo, ve hoy a trabajar en mi viña. Y él respondió: No quiero. Pero después, arrepentido, fue. Llamando al segundo, le dijo lo mismo; y aunque él respondió: Voy, Señor. No fue.

            ¡Perros y desgraciaus!... Ese era el único elogio que tenía por aquel entonces mi padre para sus hijos e hijas: ¡Y tú la peor!, así era como se dirigía a mi madre, y en la cima del paroxismo llegaba incluso hasta el ¡hijos de puta! Tenía una facilidad pasmosa para enfadarse y para manifestarlo, siempre en su casa, de puertas adentro, como para tirarse pedos, jamás le vi aquejado del más mínimo dolor de barriga. En mi casa hago lo que quiero, y al que no le guste ahí tiene la puerta, carretera y manta. La carretera nacional trescientos uno, Madrid-Alicante, pasa a escasos cien metros de la puerta de la casa, formando una curva muy peligrosa, donde vi morir a mucha gente.
            A la vista de todas estas palabras, tan ciertas como que mi nombre es Miguel, se podría pensar que mi casa paterna era un infierno. Nada más lejos de la realidad. Mi padre siempre estaba cuando se le necesitaba, y a no ser por el lenguaje con el que se expresaba, muy al fondo podía encontrarse al que era, como decía el poeta, en el buen sentido, de la palabra, bueno, pobre pero honrado. Con todos los disgustos que eso le dio. Semejante al primer hijo de la parábola, no decía “te quiero” (jamás se lo oí) con las palabras, pero hasta donde era capaz, lo manifestaba con las obras; otra cosa era que no se pudiese callar. No en vano su signo del zodíaco lunar, el chino, era el perro, es decir, tenía una gran necesidad de ladrar. Ese signo zodiacal era algo que compartía con mi madre.
            Todo lo cual no quita para que, entre mis cuatro y siete años, yo imaginase siempre sobre las nubes del cielo un culo enorme, el culo de mi padre, que se cagaba en el cielo y, desde él, sobre toda la tierra; porque en aquella época yo tenía para mí que Dios era alguien que vivía entre las nubes, porque así era como le había visto pintado siempre; y sobre Dios, según las palabras de mi padre, estaba su culo, apretando, cagándose. Lo más curioso de todo esto es que jamás me imaginé a Dios enfadado por esta costumbre de mi padre.
            Según parece la revelación de Dios en la realización del ser humano necesita tiempo, a un recién nacido no se le alimenta con filetes de ternera por muy nutritivos que estos sean. Algunos afirman que, aunque lo ignoramos, nacemos perfectos, y según vamos creciendo lo vamos olvidando. Después nos pasamos la vida intentando alcanzar ese estado de perfección, ese paraíso, que es la “inocencia de los niños”.

            MI PADRE, DESDE LA OTRA ORILLA...

¡Como esto namásquesto!... En la huerta, al lado de la reguera, almorzando un “civil” –un arenque ahumado-, “una sardina salá”, sujetándolo contra el pan con medio tomate recién arrancado de la mata: “De esto os tenís que acordar”… Lo decía contemplando la huerta, rodeada de viñas y pinares, acequias, melonares, pozos, árboles de todas clases, otras huertas… La huerta era el paraíso, al menos para él, allí era el único lugar donde se le podía contemplar reconciliado con el mundo.
Siendo un chaval de apenas catorce años, la guerra civil le convirtió en padre de sus cuatro hermanos –tres chicas y un chico- y además entrar a formar parte, sin comerlo ni beberlo, del bando de los perdedores. Descreía de la amistad, porque según decía, su padre había tenido muchos amigos, de esos que siempre están dispuestos a ir contigo de fiesta, por los que dio la cara, pero cuando se vio en la cárcel nadie movió un dedo por él. Le soltaron cuando ya no tenía remedio, muy enfermo, para que muriese en compañía de los suyos. Mi abuela decía que aquello fue posible gracias a la intervención del cura del pueblo. Por eso cuando en su presencia se hablaba mal del cura ella siempre saltaba con la misma canción: ¡Malos vendrán que bien a mí me harán! Porque de no ser por el cura, ella ni tan siquiera hubiese podido enterrar a su marido.
Trabajó como capataz, mi padre, siendo muy joven en una de las principales familias del pueblo, hasta que se casó, con la amiga de la novia de un amigo suyo. Conseguir un hijo le costó aceptar primero cuatro hijas, luego vine yo, otra y otro.
Por circunstancias de la pobreza de la vida, del trabajo y la lluvia, contempló a su primogénito con meningitis. Lo llevó a Cuenca, a la residencia hospitalaria y le hicieron firmar que pagaría lo que no tenía por la atención que iba a recibir su hijo. Algún poder tenía allí uno de los hijos del hombre al que había servido de capataz. Recurrió a él y no tuvo que pagar nada. Fue el peor mes de su vida, el que estuvo mi hermano ingresado, entre otras cosas porque le habían dicho que de mil se salvaba uno. Algo tuvieron que ver las oraciones de mi abuela.
Este misterioso hombre en Cuenca sería el que más tarde conseguiría que yo obtuviese una beca para estudiar en Universidades Laborales. Mi padre, por recomendación del maestro, don Víctor, fue al Sindicato –verticales los de entonces- a por un impreso donde realizar la solicitud. Curiosamente le informaron de que solo había uno, que era precisamente para el hijo del que esta noticia le estaba dando. Aquel hombre pensó que si sólo había una solicitud tendría más posibilidades de que le tocase a él. Pero este tipo de becas también podían solicitarse a través de la Caja de Ahorros. Allí nos presentamos nueve, los que teníamos mejores notas. Pero a mi padre no le había gustado el talante del hombre del Sindicato, así que se dirigió a Cuenca para hablar con su amigo. A la vuelta lo único que me dijo fue: -¡Ya veremos para quien es la beca!
Solamente en una ocasión le vi presentarse para un cargo público: tesorero de la Cooperativa de ajos morados san Isidro labrador de Las Pedroñeras. Arrasó con mayoría más que absoluta.
En casa no se hablaba de política, entre otras cosa porque al principio de la guerra, mi abuelo materno había estado en la cárcel por un bando, y al final de la misma mi abuelo paterno estuvo en la cárcel por el otro.

MI ABUELA GUADALUPE

            Decía mi abuela: ¡No se muere nadie!
            Según me contaron lo decía por mí, pues ella aseguraba que yo era el vivo retrato de mi abuelo Indalecio, un tipo alegre, gran músico, siempre dispuesto a echar una mano y, según me contaron algunos ancianos que lo conocieron y le trataron: No podía pasar una mujer al lado de tu abuelo sin que él, con elegancia, le lanzase un piropo. Tú tienes que tener familia en Madrid, me dijeron algunos anciano a los que conocí. Realmente tenía facilidad para las mujeres.
            Yo tenía unos veinticinco años cuando por azar llegó a mis oídos la historia sobre la que se fundamentaba el gran complejo de mi padre. Dirigía yo entonces el hotel Castegar, propiedad de mi cuñado Antonio, mi hermana Chon y los bancos, hacía de portero de noche y vivía solo en uno de los pisos que formaban la misma manzana. Un taller de pintura con una cama en una de las habitaciones y cuadros por todas partes. La cafetería del hotel estaba decorada con mis cuadros, mezcla de óleo y acrílico sobre tablas de aglomerado de ciento veinte por ciento ochenta centímetros, cinco en vertical y dos en horizontal. Cuando me enteré de todo aquel asunto, era domingo por la mañana y, ni corto ni  perezoso, me dirigí a casa de mis padres con los que entonces vivía mi abuela. Allí estaban los tres, mi abuela, mi padre y mi madre, al sol y sombra de la puerta que comunicaba el porche con el patio que antes había sido corral.
            ¡Por fin me he enterado de algo por lo que puedo estar orgulloso de mi padre! Dije, sosteniendo una gran sonrisa y mirándolos a los tres: ¡Y no es por algo que hayas hecho tú, sino por la forma como te hicieron!
            Mi abuela que ya había intuido el asunto antes de que yo lo dijese, levanto por un momento los ojos de su labor de ganchillo y me sonrió meneando la cabeza, mi madre con un gesto intentaba recriminarme, sin poder evitar reírse, y mi padre tuvo que terminar por reírse también.
            Yo seguía en mi argumentación: Así que, abuela, el abuelo “se brincó la tapia del corral” y de aquella intensa noche de amor nació el hijo de mi abuelo y se tuvieron que casar. Hoy a eso se le llama “casarse de penalti”. ¿Y para ti eso ha sido un motivo de vergüenza durante toda tu vida? ¡La culpa de haber nacido!... ¡Orgulloso es lo que deberías estar!...
            ¡Cómo eres! Fue lo único que dijo mi abuela, sonriendo como siempre, sin dejar de hacer ganchillo.
            ¡Estás más loco que una cabra! Fue lo que dijo mi padre. Mi madre entró en la cocina riéndose; y yo pondría la mano en el fuego afirmando que desde aquella mañana “aquel peso” dejó de serlo para mi padre. ¡Vaya con mi abuelo!
            Pero el carácter irascible de mi padre, su amargura y su desconfianza en los demás, no se debía solamente a eso. Presumía de que a sus hijos nunca les había faltado de comer, ni de vestir, y siempre habían tenido zapatos. Estaba muy orgulloso de haber sacado adelante a su numerosa familia sin otra ayuda que la de sus manos y las de mi madre. Jamás lo escuché dar gracias a Dios. Tú espera a que caiga por la chimenea. ¿Qué había pasado?
            Había pasado una guerra que mi padre sufrió siendo un niño. Al principio mi abuelo materno estuvo preso de los rojos. Al final mi abuelo paterno corrió la suerte de los perdedores en una cárcel de Cádiz. Lo soltaron cuando ya no tenía remedio, para que se muriese fuera, en compañía de su familia. Apenas si vivió tres mese en libertad, murió en su casa, en su cama, con un rosario de enfermedades. Mi abuela, por mediación del cura del pueblo, insistiendo a tiempo y a destiempo, consiguió que le soltaran. De todo aquello extrajo mi abuela una máxima que decía: ¡Malos vendrán que bien a mí me harán!
            Y así mi padre, con apenas doce años, se convirtió en “padre de familia”, el padre de la familia de su padre, el padre de sus hermanos, el padre de la familia de mi abuelo; quiero decir que tuvo que ponerse a trabajar duramente para sacar adelante a su familia. “Todos le dieron la espalda”, esta era la única frase con que mi padre se refería, cuando lo hacía, a mi abuelo, aquel idealista. Ayudó en tiempos a muchos que a la hora de la verdad no movieron un dedo por él. Sufrir estas negativas experiencias entre los doce y trece años es algo para marcar a cualquier niño, y evidentemente mi padre no era ningún superhombre.
            Mi padre tenía un amigo que tenía una novia que tenía una amiga, esa amiga de la novia del amigo de mi padre era mi madre. Se casaron y tuvieron ocho hijos, cinco mujeres y tres hombres. En aquella familia trabajó hasta el gato, no solíamos darnos los buenos días por la mañana, amábamos de otra manera, lo seguimos haciendo.
            Como los dos abuelos habían estado encerrados en la cárcel por la guerra, uno al principio por un bando, el otro al final por el otro, en mi casa jamás se hablaba de política.
            El 24 de Febrero de 1961 nací yo, si para hacer un varón mi padre antes tuvo que hacer cuatro niñas, el segundo varón vino directamente sin trámites y así mi padre pudo comenzar a reconciliarse con su situación en el mundo. No es que yo resultase ningún tipo de privilegio, de hecho al nacer era un puñado de huesos del que la comadrona dudó que llegase arriba; y lo que son las cosas, luego engordé más de lo que lo habían hecho los anteriores. Siempre heredé la ropa que a mi hermano se le quedaba pequeña.
            Crecí como el resto de los niños del barrio, si bien es cierto me costó bastante desprenderme de la manía de cagarme en los pantalones. Recuerdo que una noche, mi hermana Primi, que me los estaba quitando, porque precisamente no olía yo a rosas, me dijo: ¿No te da vergüenza, tan grande, y seguir cagándote en los pantalones? Y desde aquella noche dejé de hacerlo. ¿Cuántos años tendría yo entonces, tres o cuatro?...
            Un buen día se terminó el verano, me pusieron un babi de rayas azules y blancas, muy finitas, me compraron una cartera roja de plástico y una de mis hermanas me llevó de la mano a la escuela. Me gustaba sobre todo mi cartera roja, aunque no faltó quien se riera. En el recreo de mi primer día de escuela comencé a sangrar por la nariz. Con el permiso de la maestra me fui a casa. Al llegar me encontré con que estaban de matanza.


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