martes, 21 de mayo de 2013

TERAPIA PARA EL SÍNDROME-COMPLEJO DEL HERMANO MAYOR Lc 15,11-33





 


EL SÍNDROME-(COMPLEJO) DEL HERMANO MAYOR.-   
Lc 15,11-33



LA BIENAVENTURANZA DE AMAR COMO EL PADRE AMA 

 (Lc 6, 27-38)



Este evangelio prosigue con el denominado "Sermón de la Llanura" (que es la versión lucana, mucho más breve, del "Sermón de la Montaña" expuesto en el evangelio según san Mateo). A continuación de las bienaventuranzas, vienen estas enseñanzas de Jesús. Están dichas de un modo contundente, casi provocativo. Y hay que dejarlas caer despacio, como gota a gota, en el corazón, para que éste se empape de ellas.

Creo que podrían formularse en forma de bienaventuranza. Y, en realidad, Lucas las formuló así en otro pasaje de su evangelio. En ese otro momento, Lucas cuenta que Jesús, tras aceptar una invitación a comer en casa de un fariseo, «observando cómo los comensales escogían los puestos de honor, le dijo al que le había invitado: "Cuando ofrezcas una comida o una cena, no invites a tus amigos o hermanos o parientes o a los vecinos ricos; porque ellos a su vez, te invitarán y quedarás pagado. Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos. ¡Dichos tú, entonces, porque no pueden pagarte!, pues te pagarán cuando resuciten los muertos» (Lc 14,12-14).

¡Bienaventurado, dichoso tú, cuando invites a los que no puedan pagarte!

¿De dónde vendrá ese afán que tenemos siempre por cobrar? El tiempo, si se aprovecha bien, nos hace más sabios, pero cuando sólo se utiliza para tratar de justificar nuestros "derechos adquiridos", no suele hacernos otra cosa que más necios... ¡Ay, nuestra dignidad, puesta siempre en los ojos de los otros, cuando tendrían que ser los de Dios, los ojos de Dios los únicos que de verdad nos importasen! Siempre parecen sobrarnos los motivos para estar arriba, olvidando de esa manera lo que nos dice Jesús: que nuestra verdadera dignidad está en ser los últimos, los servidores-esclavos de todos...

Este evangelio nos da la explicación del porqué de esa dicha: porque si obras así, te parecerás a Dios, tu Padre, que es bueno, y serás hijo del Altísimo. Pues el evangelio de hoy está repleto de sugerencias que constituyen en su conjunto una llamada a que nos parezcamos al Padre:

* A un Padre que -como repite insistentemente san Pablo en sus cartas- nos amó cuando éramos enemigos suyos. Él se acercó a nosotros cuando éramos todavía pecadores. Por tanto, es un Padre cuyo comportamiento es siempre de gratuidad; nos amó primero (y porque nos amó nos creó, como dice el Libro de la Sabiduría), sin esperar a nuestra iniciativa y sin aguardar a que fuéramos buenos y amables, es decir, dignos de amor.

* A un Padre que ama sin fronteras, que hace salir el sol y caer la lluvia para bien de justos e injustos; y que es bueno con los desagradecidos y los malvados. Es un Dios Padre que "nos quiere independientemente de cuál sea nuestra condición. Eso es lo que significa que Dios es nuestro Padre, que es amor incondicionado.

* A un Padre que sabe y vive (porque Él es puro Don y Autodonación) que "más vale dar que recibir" (ese dicho de Jesús que recoge san Pablo en un discurso de los Hechos de los Apóstoles 20,35).

* A un Padre que es compasivo -se le "derriten las entrañas" ante nuestros pesares-, es "bueno del todo" -como traduce la Nueva Biblia Española- y derrama setenta veces siete su compasión y su misericordia sobre nosotros.



Jesús nos dice que parecerse a ese Padre es una dicha; quien lo hace es bienaventurado.

Pero para serlo, debemos amar con el mismo estilo de amar que tiene el Padre. Es el amor que Jesús reveló y que Él mismo practicó en su vida. ¿Cómo es ese amor?

* Un amor que no se limita a los amigos y a los que pueden recompensarnos, sino que alcanza a los que no lo agradecen; y a los enemigos, para que, a través de nuestro amor, descubran, desconcertados por nuestros gestos amistosos, la torpeza de ser enemigos y les lleve a la reflexión sobre su conducta equivocada.

* Un amor que sabe que al mal se le vence con el bien; y que los conflictos no se resuelven metiéndose en el vértigo de la espiral de violencia. Pues Jesús, al enseñarnos esta calidad de amor, partía de su propia experiencia de Dios, su Padre. Y Dios, el Padre, bueno del todo y bueno con todos, ama y busca la justicia, sí; pero no es violento. No destruye a los injustos, sino que busca su cambio. Así es Dios y así hay que trabajar por un mundo más humano; no introduciendo más violencia en él, sino buscando el cambio de las personas y la humanización de las relaciones.

* Un amor que no está basado en el trueque -te amo si me amas-, sino que es un amor asimétrico: es decir, un amor que dice: amaré aunque no me ames. Pues hijo de tal Padre no es el que no hace mal a nadie, pero queda encerrado en su propio y cómodo egoísmo, sino el que hace el bien a el que no lo merece; y así se arriesga a amar sin esperar nada a cambio, si no es el crecimiento del otro y el hacer su vida más humana.

* Un amor que quiere superar el mercantilismo imperante en nuestra sociedad competitiva -do ut des: te doy si me das-, y que quiere imitar la gratuidad desbordante de Dios Padre. Porque el que practica ese amor asimétrico parte de la experiencia que él mismo tiene de cómo Dios se ha comportado con él; pues el Padre, a pesar de sus miserias, de sus flaquezas y pecados, le ha seguido queriendo y aceptando. Y desde esa experiencia de estar abrazado por ese amor gratuito e incondicional de Dios, se siente apremiado y comprometido a corresponder con todas sus fuerzas al amor incondicionado de Dios: a amar también sin condiciones, aunque el otro sea o parezca su enemigo.



¿Es posible un amor así? Al comienzo de sus exhortaciones, Jesús dice: "A los que me escuchéis, os digo...". Jesús se dirige a todos, no solamente a sus discípulos o a una élite. Se dirige a cualquiera que desea escucharle. Por tanto, Jesús cree que un amor así es posible; pero lo cree posible contando con la fuerza de Dios. Recordemos el dicho de Jesús -que recoge también Lucas en su evangelio-: "Lo que parece imposible para el hombre, es posible para Dios". Con la fuerza, con la ayuda de Dios es posible acercarnos cada vez más a ese amor de Dios que nos hace hijos.

Aquí vale la célebre frase de san Agustín: "Pídeme lo que quieras, Señor, pero dame la fuerza para hacer lo que me pides". Con la gracia de Dios podremos pedir e ir teniendo ese amor amplio y misericordioso que nos hace parecernos al Padre; un amor que sabe perdonar.

Hablamos de acercarnos a ese amor perdonador del Padre; por tanto, de un proceso que puede requerir tiempo; de un horizonte al que ir aproximándose con paciencia, pero con confianza. Sabiendo que la gracia es don y es tarea. Que hay que pedirla, pero también colaborar con ella. Y por eso hay que ir dando pasos para, con la ayuda del Señor, no acumular resentimiento ni cebarnos en la agresividad que despiertan en nosotros los agravios recibidos, ni dejar que la defensa de nuestros derechos se convierta en una palanca de revancha vengativa; y, aunque es difícil olvidar, es muy importante la manera de recordar lo pasado, porque hay modos de recordar que son dañinos no solo para el ofensor, sino también para el ofendido... Y todo esos pasos hay que ir dándolos con el corazón anclado y la vista fija en el Dios Padre que ama y perdona, y de cuyo amor y perdón vivimos todos.

Decíamos al comienzo que este evangelio podría formularse en forma de bienaventuranza. Sería así: "Bienaventurado el que ama como Dios Padre ama, porque será un hijo digno de Él".

Bien-aventuranza es una palabra compuesta: significa "aventurarse bien". Supone, pues, riesgo, aventura, apuesta... Pero es un riesgo que vale la pena: pues es arriesgarse para parecerse al Padre. Seamos bien-aventurados: aventurémonos bien, arriesguémonos, pidiendo para ello su gracia, a ser hijos que aman como su Padre ama.



LOS FRUTOS DEL CORAZÓN     Lc 6,39-45

Este evangelio recoge la parte final del "Sermón de la Llanura". Jesús ha expuesto el núcleo esencial de su mensaje: el amor que tiene que impregnar toda la vida del discípulo. Es un amor al prójimo que abarca a los propios enemigos. Y la motivación que daba Jesús para fundamentar la existencia cristiana en ese amor era la bondad y misericordia de Dios, Padre de todos, que es "bueno del todo". Jesús nos decía: "Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo; no juzguéis y no seréis juzgados".

En este tramo final del discurso -en el que Lucas reúne diversos proverbios y breves parábolas de estilo sapiencial- Jesús ensancha el horizonte: este amor no se limita a los enemigos, sino que sus exigencias se extienden a las relaciones mutuas entre los propios cristianos. La  generosidad -de la cual es modelo el Padre- debe presidir también las relaciones de los miembros de la comunidad cristiana.

Vamos a concentrarnos en dos de las sentencias que pronuncia Jesús.


 La mota y la viga

Jesús, con una palabra muy dura, hipócritas (embusteros, farsantes), con la que tantas veces se enfrentó a los fariseos, denuncia la tendencia -que es con frecuencia la nuestra- a juzgar despiadadamente a los demás, mientras que somos omnicomprensivos con nosotros mismos e, incluso, cegatos ante nuestros defectos. Miramos con lupa y detectamos con sospechosa prontitud la "mota" en el ojo ajeno y no reparamos -exclama Jesús con una exageración provocativa- en la "viga" que se enseñorea de nuestros propios ojos. Jesús critica nuestra propensión a convertirnos en jueces y fiscales de los demás sin haber practicado antes una sana autocrítica que nos permita detectar nuestros fallos. Sin ella, seremos "como el ciego que quiere guiar a otro ciego; pues un hipócrita se puede considerar a sí mismo como un dechado de perfecciones, cuando en su interior está viciado. Pero entonces, caerá y hará caer en el pozo a los que pretende guiar. Queremos hacer de maestros y dar consejos a los demás, cuando no somos capaces de ver el camino nosotros mismos", pues nos lo impide la "viga" que nos emborrona la visión.

Jesús no prohíbe apreciar las cosas con objetividad, ni pretende condenar la corrección fraterna (Lc 6,41.42). Ha sido sobre todo san Mateo, el evangelista más eclesial, el que nos ha descrito con minuciosidad el proceso comunitario de esa corrección (Mt 18,15-18). Con ella, se trata de "ganar" al hermano; es decir, de "rescatar" e "incorporar" de nuevo a la comunidad al hermano -que sigue siendo hermano, pero que se ha "desviado" y "alejado"-; para "reganar" al miembro de la comunidad que ha sido débil y poco coherente en su conducta con lo que le pediría su fe (aunque nos diga: ¡No quiero, no me interesa, saber cómo me corriges, y si lo haces, no quiero que me lo hagas saber!). Pero, para que esa corrección sea auténticamente evangélica y no un simple y odioso proceso inquisitorial o una crítica vengativa, necesita que se practique con ciertas condiciones y desde determinadas actitudes: 1) Debe hacerse desde y para el amor. Si se corrige, no es para molestar, sino porque se ama a quien se corrige y se le quiere también liberar de sus errores, para que, a su vez, él pueda amar más. Si no hay amor, más vale no corregir; pues, en ese caso, habrá crítica o juicio despiadado, o incluso venganza, pero no corrección fraterna evangélica. Sólo se debería corregir al que se ama; 2) Paciencia, pues no puedo olvidar al corregir quién soy yo. ¡Que tenga memoria de quién soy yo, cuando corrijo! Esta bendita memoria, que me recordará mis debilidades, me hará tener una paciente comprensión con las faltas del otro; y así me hará ver la falta, pero no dejaré de amarle, imitando así la paciencia que Dios tiene conmigo; 3) Reciprocidad. Para corregir a otro, tengo yo que estar dispuesto a dejarme corregir; de lo contrario, sólo pretendo ser un juez intangible, no un frágil ser humano que también necesita mejorar. Entonces carecería de sincera humildad.

Jesús nos dice que ese jefe exigente, ese juez intangible que llevamos dentro, debe empezar reconociendo su propia debilidad; así eliminará todo atisbo de actitud farisaica por supuesta superioridad y sólo se dejará llevar, cuando corrige, por la serena objetividad del amor, que siempre es comprensivo y compasivo.



Limpios de corazón

Jesús nos invita a bucear en nuestro corazón. Nos dice: "El que es bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien; y el que es malo, de la maldad saca el mal". El valor del hombre se mide por su corazón. Por eso Jesús insiste a lo largo del Evangelio en que lo que Dios nos pide es nuestro corazón y no se contenta con nuestros labios (Is 29,13). Nos dirá que el mayor mandamiento se resume en "amar al Señor, tu Dios, con todo tu corazón". El hermano tiene que ser perdonado de corazón. Y la visión de Dios la promete a los limpios de corazón. Y hasta ofrece una definición de lo que es el hombre basada en el "contenido" de su corazón: "Donde está vuestro tesoro, allí está vuestro corazón". Como si dijera: hazme ver dónde tienes pegado el corazón, dónde está tu amor, y te diré quién eres.

Corazón (leb), en sentido bíblico -que es el que asume Jesús-, no es sólo el centro emocional, ligado a la vida afectiva. "Es el lugar del pensamiento, del querer y sentir del hombre. A él pertenecen, por tanto, en primer lugar, el conocimiento, las convicciones, la comprensión, la reflexión, que nosotros situamos en la "mente"; pero, además, es el lugar de las actitudes, y en él se fraguan la decisión y la opción, que para nosotros se sitúan en el terreno de la voluntad; por último, en él anidan los miedos, el amor y el odio, es decir, "los sentimientos", en un sentido más cercano al nuestro. El corazón resume, por tanto, el mundo interior del hombre. Significa la totalidad de la persona. De ahí que "lo que sale del corazón" sea responsabilidad del hombre total. "Lo que sale del corazón" es "lo que sale de dentro" y es lo que puede hacer puro o impuro al ser humano (Mt 15,18ss).

Ese "corazón" queda lejos de las miradas de los hombres, que tantas veces nos anclamos en las apariencias; pero está al alcance de Dios, que lo sondea (Sal 138[139]) y lo penetra (1Sm 16,17; Prov 15,11; Prov 4,22). Y Dios Padre lo mira porque es la bondad de nuestro corazón lo que nos hace asemejarnos a Él. Nuestro corazón puede ser reflejo de la bondad y la generosidad de Dios.

De esa raíz buena de nuestro ser brotarán también los frutos. Nuestras palabras y nuestras obras serán entonces buenas. De la misma manera que de un árbol sano no nacen frutos dañados, sino sanos, también de un corazón bueno brotarán coherentemente palabras y acciones sanas que servirán de testimonio que incite a los demás a imitar la bondad del Padre. "Cada árbol se conoce por su fruto", nos dice Jesús; y "lo que rebosa el corazón, se manifiesta exteriormente", no solamente en palabras, sino también en acciones.

Jesús, pues, nos pide que estemos atentos a nuestro corazón, que le chequeemos con frecuencia. Pues si nuestras palabras y nuestro comportamiento con los demás son ariscos, críticos, distantes, dañinos.., es un síntoma claro de que lo que está "detrás" de nuestra conducta es un corazón que necesita purificarse: no refleja, en absoluto, el modo de latir que tiene el corazón del Padre, sino que está rebosando orgullo y egoísmo.

Para realizar ese examen con sinceridad necesitamos ayuda. Pues nuestro corazón tiende a enmascararse. Pascal decía que "el corazón tiene razones que la razón no entiende". Pero también podemos decir que el corazón tiene sinrazones que la razón camufla, segregando justificaciones. Por eso, con humildad, tenemos que pedirle al Señor que nos haga "limpios de corazón", y nos enseñe -Él, que, como decía san Juan (Jn 2,24-25), "sabía lo que hay dentro de cada hombre"- a desbaratar los artilugios y camuflajes de nuestro corazón. Pues ya lo decía Jeremías: "Nada hay más falso y enfermo que el corazón, ¿quién lo entenderá? Yo, el Señor, penetro el corazón, sondeo las entrañas" (Jr 17,5-10).

Que Él penetre nuestro corazón, y nosotros con Él, para que se cumpla en nosotros lo que pide el Salmo 138 [139]: "Señor, sondéame y conoce mi corazón, ponme a prueba y conoce mis sentimientos... Mira, si mi camino se desvía, guíame por el camino recto" (vv. 23-24). Ello será posible si nos abrimos al Espíritu, que renovará continuamente nuestro corazón -"Os daré un corazón  nuevo y os infundiré un espíritu nuevo (Ez 36,26)-, y que ha sido derramado en nuestro corazón para darnos fuerza y poder vivir como hijos del Padre, que quieren tener un corazón semejante al suyo (Ga 4,4-7).








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