domingo, 19 de mayo de 2013

SANTÍSIMA TRINIDAD






SANTÍSIMA TRINIDAD   Jn 16, 12-15

La primera comunidad cristiana, iluminada por la Resurrección de Jesús, vivió, en una experiencia gozosa de fe, el acercamiento salvífico de Dios, como Padre, Hijo y Espíritu.

La Trinidad vivida
De Dios había hablado Jesús como "Abbá" (Padre) bueno y misericordioso, al que todos podemos invocar confiadamente como hijos; cercano a los pequeños y con entrañas compasivas. El mismo Jesús se presentó como el Hijo -esa fue la experiencia fontal de Jesús-, como Palabra encarnada, imagen visible de Dios, que revelaba al Padre, de tal modo que quien lo veía a Él, veía al Padre; pero un Hijo compañero, guía y hermano que invitaba a seguir sus pasos y construir un mundo más justo y fraternal que él llamó "Reino de Dios". Jesús habló del Espíritu, que nos configuraba como hijos en el Hijo, y que era la fuerza que había guiado su vida; y prometió que, desde dentro de nosotros, sería la que guiaría también a sus seguidores para ser sus testigos; y, una vez resucitado, lo derramó en el corazón de sus fieles y de su Iglesia.
Por tanto, la primera comunidad cristiana tenía una fe experiencial que la impulsaba a dirigirse a Dios como Padre, a través de Jesucristo y mediante la fuerza del Espíritu. Y en sus fórmulas doxológicas, en sus oraciones, en su liturgia veneraba a los tres con la misma adoración agradecida. Por tanto, la Trinidad era experimentada, creída y vivida antes de ser propiamente "pensada" y conceptualizada (como dogma).
Pero, al correr el tiempo y tener que enfrentarse con errores que negaban la divinidad del Hijo o del Espíritu, y movidos también por la "curiosidad amorosa" -como los enamorados, que quieren conocer a fondo todos los aspectos de la persona amada-, los teólogos -siempre sabiendo que es un misterio- buscaron diversas formulaciones para explicar cómo era Dios en sí mismo. Para ello echaron mano de categorías filosóficas contemporáneas. sus intentos por captar el misterio de Dios "siempre mayor", que nos desborda y nos envuelve en su luz cegadora, resultaban balbuceos bienintencionados, pero imperfectos.
Partían, sin embargo, de una intuición fundamental: "tal como Dios se ha revelado a nosotros por su Hijo y su Espíritu, así es Él en sí". O dicho de otro modo: "si Dios se ha revelado así en sus relaciones con nosotros, es porque Dios es así". Pues del Ser eterno de Dios no podemos decir nada si no es partiendo de lo que la historia de la Salvación nos enseña. Las relaciones entre las tres personas manifestadas en esta historia han de remitir a relaciones análogas en Dios mismo, dando por supuesto que en Él se encuentran fuera de todos los condicionamientos históricos.

La danza amorosa
Y Dios se nos ha acercado amorosamente como Padre, Hijo y Espíritu. Ese amor debe ser lo que constituye el ser de Dios. Ya lo había definido san Juan: "Dios es amor". El dogma trinitario -a veces explicitado en especulaciones frías y enrevesadas- no pretende otra cosa que profundizar en esa definición. Por eso, metáforas más cálidas que las sutiles conceptualizaciones pueden resultarnos más sugerentes y cercanas para aproximarnos -sin sobrepasar nunca el humilde barruntar- al misterio insondable de amor que Dios es. Estas  metáforas o imágenes nos hacen también entrever la incidencia que tiene la Trinidad en nuestras vidas.
El dogma de la Trinidad nos dice que Dios es en su interior "diferente" y "comunitario" y que el intercambio trinitario de amor que se da en su seno es la fuente de la creación y de la salvación. El Dios en que creemos no es un solitario infinito del Universo; es comunión de personas; es como un hogar, como una familia. Dios en su ser más íntimo es vida compartida, amistad gozosa, diálogo, entrega mutua, abrazo, comunicación amorosa, continua y eterna autodonación.
Nietzsche, intentando rebatir al Dios cristiano, que él consideraba un Dios triste y aburrido, decía: "Yo creería únicamente en un Dios que supiera bailar". Pero precisamente algunos teólogos medievales ya habían hablado de Dios como una ebullición de amor, como una danza amorosa, que une al Padre con el Hijo y el Espíritu. Y especialmente el místico dominico alemán maestro Eckhart nos decía que "en el centro de la vida de Dios hay una risa incontenible. El Padre ríe con el Hijo y el Hijo ríe con el Padre, y la risa trae el placer y el placer la alegría y la alegría trae el amor, que es el Espíritu". Y afirmaba que la alegría de Dios -que es el Espíritu- era como un caballo galopando por la pradera, pateando el aire por placer. Y, para expresar la comunión de vida y la expansión de amor y ternura que acontece en el Dios trinitario, «los Padres griegos acuñaron un término técnico, pericoresis, que evoca la danza de la Trinidad. La pericoresis trata de sugerir el movimiento eterno de amor con el que vibran las divinas personas, la vida que circula entre ellas, el abrazo de amor en el que se entrelazan».

Invitación a danzar
Confesar a un Dios así -como "danza gozosa de amor"- tiene significado enriquecedor para nuestras vidas. Nos dice:
1) Somos criaturas amadas. Pues "solo aquel Dios que no es una substancia cerrada sobre sí misma, sino que es el absoluto de comunicación, el absoluto del amor, solamente este Dios puede salir fuera de sí mismo y puede crear algo distinto de sí mismo, como imagen, para establecer una nueva comunicación de amor" Y eso es lo que ha hecho Dios con nosotros.
El libro de la Sabiduría proclama: "Amas a todos los seres y nada de lo que hiciste aborreces; pues, si algo odiases, no lo hubieras creado" (11,23ss). He aquí el sentido de la creación: "Amas a todos los seres". Dios empieza por amar. Lo primero no es el acto creador, sino que antes de ser creados, antes de la constitución del mundo, dice san Pablo, "hemos sido predestinados, Dios ya nos ha amado".
El Dios que es amor y autocomunicación ha querido dársenos; por eso nos ha creado. No nos creó y, luego, nos amó, sino que, porque nos amó, nos creó. No estamos abandonados en un universo que nos envuelve en telarañas galácticas; sino que venimos de un Amor y vamos a un Amor que quiere plenificarnos.
2) Decía san Agustín: "Empiezas a entender la Trinidad si vives en el amor". Porque nuestro amor es un -pálido, sí, pero real- reflejo del amor que Dios es. De un Dios que es Amor y nos ha creado a su imagen. "Por eso el mejor camino para aproximarnos al misterio de Dios no son los libros que hablan de Él, sino las experiencias amorosas y solidarias que se nos regalan en la vida. Cuando dos jóvenes se besan, cuando dos enamorados se entregan mutuamente, cuando dos esposos hacen brotar de su amor una nueva vida, cuando uno se inclina compasivamente al necesitado que no le puede corresponder... se están viviendo experiencias que, incluso son torpes e imperfectas, apuntan a Dios. En el fondo de toda ternura, en el interior de todo encuentro amistoso, en la solidaridad desinteresada.., en la entraña de todo amor, siempre vibra el amor infinito de Dios".
Todo amor sincero -que nunca es posesivo, sino donación- nos hace entrar en la danza amorosa de Dios. Todo amor verdadero, por humilde que sea tiene  en su interior sabor de Dios.
3) Confesar la Trinidad es también un compromiso. Somos imagen del Dios uno y trino, que es comunión. La revelación del misterio trinitario arroja sobre la socialidad humana una nueva luz: ella es la analogía de la divina. El ser humano es un ser comunitario como lo es Dios (GS, n.14,3). Estamos hechos para vivir y crear comunidad en este mundo roto y, con frecuencia, a pesar de su "globalidad", in-comunicado y des-entendido.
Hacer de esta Humanidad una "familia" -como lo es Dios- es el sueño querido por el Dios trinitario. A ello nos impulsa la común paternidad del Padre, la filiación fraternal a la que nos invita nuestro hermano mayor Jesús y la fuerza creadora de comunidad que es el Espíritu.
Sabernos y vivirnos como imagen de un Dios que es comunión nos compromete a ir forjando "comunitariedad", no solamente en nuestras relaciones interpersonales, sino en la creación, laboriosa, pero tenaz, de estructuras justas y solidarias de convivencia que hagan cada vez más posible vivir en un mundo -así lo cantamos con frecuencia- "unidos como hermanos".
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Ese pequeño gesto que realizamos tantas veces en la vida -y con el que solemos empezar y acabar nuestras plegarias y liturgias- que es "santiguarnos" en el nombre de la Trinidad, nos debería recordar -si superamos que se convierta en un tic insustancial y mecánico- nuestro compromiso de vivir en nombre del Padre, siguiendo fielmente al Hijo y dejándonos guiar por su Espíritu. Así, reconociéndonos llamados a ser creadores de comunión, participaremos en "la danza amorosa" del Dios trinitario. (Julio Colomer, SJ)

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