martes, 14 de mayo de 2013

EL TRIGO Y LA CIZAÑA







EL TRIGO Y LA CIZAÑA

Jesús justifica la espiritualidad desde abajo también con la parábola de la cizaña entre el trigo (Mt 13,24-30). La espiritualidad desde arriba se afana por alcanzar los ideales distinguiendo bien y separando la cizaña que crece entre el trigo en el campo del corazón humano. El ideal es aquí el hombre puro y santo, sin defectos ni debilidades. Esto mismo se puede aplicar a la Iglesia. Pero este punto de vista lleva directamente a un rigorismo tal que excluiría de la Iglesia a todos los débiles y pecadores.

Esta parábola contra los rigoristas de su tiempo en su comunidad -en el caso de que solamente se trate de una creación del evangelista Mateo- también se puede leer con aplicación espiritual a las sombras e imperfecciones en el campo espiritual del corazón. En ella se prohíbe el rigorismo violento y drástico de uno consigo mismo.

Jesús compara nuestra vida con un campo en el que Dios ha sembrado buena semilla de trigo. llega de noche astutamente el enemigo y siembra la cizaña. Los criados que preguntan si deben arrancar inmediatamente la cizaña son los idealistas rigurosos que desearían arrancar pronto y de raíz toda clase de imperfecciones. Pero el dueño responde: "No, no sea que al arrancar la cizaña arranquéis también el trigo. Dejad que crezca todo junto hasta el tiempo de la siega" (Mt 12,28). La cizaña tiene raíces y están tan entrecruzadas con las del trigo que no se podría erradicar unas sin arrancar al mismo tiempo las otras.

El que aspira a ser impecable arranca con sus pasiones todo su dinamismo, se vacía simultáneamente de su debilidad y de su fuerza. El que aspira a una corrección impecable y a cualquier precio no verá crecer en el campo de su corazón más que raquítico trigo. Muchos idealistas viven tan concentrados sobre la cizaña espiritual de sus faltas y sobre la manera y métodos de erradicarla que viven de hecho una vida incompleta. A fuerza de buscar perfección se vacían de dinamismo, de vitalidad, de cordialidad. La cizaña puede ser nuestras propias sombras, todo lo negativo con lo que hemos eliminado lo que nos resultaba incómodo y no rimaba con nuestros ideales prefijados. Así de sencillo.

La cizaña se sembró "durante la noche", es decir, en la oscuridad del inconsciente. Podemos estar en vela toda todo el día prevenidos contra lo negativo y defectuoso y venir el enemigo a hacer su siembra de cizaña en la noche. Si logramos reconciliarnos, con la cizaña podrá crecer el buen trigo en el campo de nuestra vida. Al tiempo de la siega, con la muerte, vendrá Dios a hacer separación para arrojar la cizaña al fuego. A nosotros no nos está permitido quemarla antes de tiempo porque anularíamos también una parte de nuestra vida.

¿Por qué se nos olvida con tanta facilidad que ya la encarnación del Hijo de Dios es un ejemplo de espiritualidad desde abajo? Jesús escoge para nacer un establo y no un palacio, en Belén y no en la capital del imperio. Es decir, quiere nacer en el corazón de los pobres y en la pobreza del corazón. No somos más que el establo donde Dios nace. Espiritualmente estamos tan sucios como un establo. Nada tenemos presentable al Señor pero él quiere habitar precisamente en nuestra pobreza.

Este mismo motivo se encuentra en el bautismo de Jesús. El cielo se abre sobre él mientras se encuentra metido en la corriente del Jordán. El agua está contaminada con los pecados de los hombres bautizados. Mientras está Jesús en medio de las culpas de los hombres se abre el cielo sobre él y se deja oír la voz del Padre: "Tú eres mi Hijo querido, en ti hallo mis complacencias" (Mc 1,11).

Esto mismo sucederá con nosotros. Sólo cuando estemos dispuestos como Jesús a introducirnos en las aguas del Jordán y a hacer pie en medio de nuestras faltas, podrá abrirse el cielo y podrá pronunciar Dios sobre nosotros la palabra de su absoluta presencia habilitadora: tu eres mi hijo querido, mi hija querida; en ti tengo mis complacencias.

                                                                                            Anselm Grün y Meinrad Dufner





EL LADRIDO DE LOS PERROS...



Un rey que no creía sino en la realidad que le entraba a través de los sentidos mandó a su hijo el príncipe, al que no creía muy espabilado, por el mundo, para que aprendiese a ser un hombre. Una tras otra regresa tres veces a casa de su padre y cuando éste le pregunta qué ha aprendido, responde la primera vez: he aprendido a entender qué dicen los perros cuando ladran. La segunda vez responde: he aprendido a entender qué dicen los pájaros cuando cantan. Y la tercera vez dice: he aprendido a entender qué dicen las ranas cuando croan.

Ante estas respuestas el padre se siente profundamente contrariado, él es un hombre que encarna perfectamente los puntos de vista de la racionalidad pura, pero incapacitado para entender los matices del arte. Y despide a su hijo. Éste sale de la casa de su padre sin rumbo fijo…

“Esfuérzate por penetrar en la sala de los tesoros de tu interior y te encontrarás en los salones del cielo. Aquella y éstos son una misma cosa. Una sola entrada permite ver la una y los otros. La escala del cielo está oculta en el interior de tu alma. Salta desde el pecado para bucear en lo más profundo de tu alma y encontrarás una escalera para ascender. El camino hacia Dios es aquí bajada hacia la propia realidad. El salto para bucear en las profundidades se da desde el trampolín del pecado. Él es precisamente el que me puede lanzar al abandono de los ideales del espíritu forjados por mí mismo y lanzarme a las profundidades del alma. Allí están juntos mi corazón y Dios. Allí está también la escalera para ascender a él” (Isaac de Nínive).

“Tu caída, dice el profeta, (Jer 2,19) se convertirá en tu educador”. Exactamente la caída, la falta, el pecado, puede convertirse en pedagogo que enseña el camino hacia Dios. Todas las dificultades con que tropezamos e incluso las mismas faltas y fracasos están siempre llenos de sentido. Dios sabía que todo eso podía ser positivo para mi alma. Por eso sucedió así. Nada de lo que Dios permite carece de sentido. Al contrario, todo tiene necesariamente un sentido y está ordenado a un fin. Por lo tanto, no hay razón alguna para dejarse deprimir y hundirse ante los graves errores cometidos porque todo sucede bajo la mirada providente de Dios como elemento cooperante de sus santos proyectos.

Jacob ve la escala por la que subían y bajaban los ángeles de Dios mientras dormía, es decir, en sueños (Gn 28, 10ss). El sueño abre su mirada a la realidad de Dios presente en medio de la vida. Jacob va de huida, se encuentra en situación de depresión profunda, de fracaso, en la que todos sus planes han quedado rotos. En esa situación se la da Dios a conocer. En el sueño le dice que el lugar que pisa es santo y le garantiza su asistencia y acompañamiento a lo largo de todos sus caminos hasta que se hayan cumplido todas sus promesas. El sueño le señala la meta de un camino que tiene que pasar primero por la decepción en casa de Labán. Tiene sentido compensatorio. Mirando hacia fuera, todo es desesperación. Pero en el sueño transforma Dios la situación y hace comprender a Jacob que el momento en que se encuentra agotado, al borde de sus fuerzas y posibilidades, es el momento de la intervención de Dios para hacerse él mismo cargo del asunto. Jacob, en lugar de huir delante de Dios, se vuelve directamente hacia él. La piedra, en su camino por el desierto, en la que podría tropezar se convierte en lápida de recuerdo de la fidelidad y misericordia de Dios.

El joven príncipe llegó a un castillo donde se le ocurre pernoctar. Pero al dueño no le quedan habitaciones libres, sólo tiene disponible la torre del castillo y en ella hay unos perros tan feroces que ya han devorado a más de un incauto. El príncipe no se arredra. Recoge algo para cenar y entra sin temor en la torre. Los perros comienzan a ladrar furiosos pero él se pone a dialogar serena, amistosamente con ellos. Nace la calma y los perros le confían enseguida su secreto: ladran con tanta furia porque guardan un tesoro que hay allí escondido. Le guían por el camino del tesoro, le muestran el lugar y hasta le ayudan a desenterrarlo.

El camino hacia el tesoro pasa también por el diálogo con los perros furiosos, es decir, el diálogo con mis pasiones, mis problemas, miedos y heridas, con todo lo que ladra dentro de mí y amenaza con tragarse mis energías.

Los furiosos perros ladradores están plenos de vitalidad. Si los encerramos quedamos privados de su energía, necesaria para llegar a Dios y al encuentro con nosotros mismos. La torre es un símbolo de maduración humana; la torre hunde sus cimientos en la tierra y se eleva al cielo, Es redonda, símbolo de la totalidad. Si por un elevado idealismo encerramos y atamos los perros ladradores, nos condenamos a vivir en tensión permanente por miedo a que un día se suelten y salgan. Muchas veces huimos de nosotros mismos, nos da pánico mirarnos al interior por miedo de ver allí un peligroso perro (la cizaña). Pero cuanto más encadenemos los perros tanto más furiosos se vuelven. Se trata, por tanto, de armarse de valor y penetrar en la torre y allí, en paz, dialogar confiadamente con ellos. Pronto nos descubrirán el secreto del tesoro que guardan. Ese tesoro puede ser un nuevo impulso de vida, un nuevo estilo de autenticidad personal, la nueva manera de ser yo mismo hasta completar la imagen que Dios se ha formado de mí.
                                                                       Anselm Grün y Meinrad Dufner


Liberados por Dios, no estamos bajo el dominio de los príncipes de este mundo. No se alza ningún juicio contra un mundo que fuese fuente de mal. El mundo todo lo más es ambivalente. Él solo tiene que ser liberado, si se puede hablar así. Ni siquiera su cizaña puede ser arrancada (Mt 13,24-30): bien porque no lo sea más que a los ojos de nuestra impaciencia sin discernimiento; bien porque, incluso separada del trigo, no deja de guardar en ella misma un principio válido que permanece y cuya economía ignoramos (¿con qué derecho antropocéntrico determinamos que una hierba es una mala hierba?); bien porque incluso la cizaña más cualificada como mala hierba pueda, ser convertida de arriba abajo, como un Saulo en un Pablo, precisamente porque su naturaleza básica no está corrompida.

                                                A. Gesché          
                                                                                                            


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