sábado, 11 de mayo de 2013

SIMPATÍA



SIMPATÍA
σιμπάϑεια = simpatía, conmiseración, consenso, armonía, interacción,
                     compasión (sufrir-con).

           
EL SUFRIMIENTO DEL DIOS IMPASIBLE
                                                     Paul Gavrilyuk

La compasión no tiene por qué significar "literalmente"-"sufrir-con". Veamos un par de ejemplos que nos mostrarán que sufrir-con no es condición necesaria ni suficiente para que un acto sea compasivo.
El médico.- Muchos actos compasivos no requieren identificarse emocionalmente con el sufriente. Considérese el caso de un médico compasivo que debe realizar una complicada operación quirúrgica que podría tener consecuencias fatales: lo que se requiere de este doctor es su capacidad de mejorar la situación del paciente. La propia persona que sufre protestaría si su médico, en vez d curarle, se dedica a imitar su sufrimiento y queda, como él, incapacitado. Desde luego, un comportamiento semejante no se consideraría una muestra de compasión, sino un ataque de  nervios. Qué emociones siente el doctor y si sufre, mentalmente o de cualquier otra manera, por causa de la operación, es irrelevante. Resulta esencial, sin embargo, que la mente del médico no esté nublada por el dolor, que sus manos no tiemblen de miedo mientras opera, que no padezca alguna enfermedad mental, etc. Porque debe seguir siendo lo que era, médico, y no convertirse en paciente. En este sentido, debe permanecer impasible, es decir, no debe permitir que el sufrimiento de su paciente, por intenso que sea, le impida operar como un cirujano experto.
Merece la pena señalar que los Padres comparaban a menudo a Cristo con un médico compasivo de almas y cuerpos. Por ejemplo, hablando del modo en que Cristo cura nuestras pasiones, Gregorio de Nisa observó: "No decimos que quien toca a un enfermo para sanarle participe él mismo de la enfermedad, decimos que favorece la recuperación del enfermo, y no que participe de la enfermedad: pues el sufrimiento no le afecta; es él, en cambio, quien afecta al sufrimiento".
Para que alguien sienta compasión es necesario, sin duda,, que con su imaginación logre apreciar, siquiera mínimamente, la situación de alguien que sufre. Por otro lado, la mera reproducción de los sentimientos del que sufre no basta para actuar compasivamente. Max Scheler señaló: «Tiene perfecto sentido decir: 'Entiendo bien lo que sientes, pero no me das ninguna lástima'». Por ejemplo, un espectador de tragedia griega podrías sentirse emocionalmente muy involucrado en lo que pasa en escena, sin tener que moverse de su asiento. Según san Agustín, tal persona está lejos de sentir compasión genuina, puesto que «[un] miembro de la audiencia no es movido a ofrecer su ayuda, sino invitado tan sólo a sufrir». Un acto de compasión debe trascender siempre la mera reproducción emocional de la pena de otra persona. En palabras de Cicerón, "no debemos compartir el dolor por mor de otros, sino que más bien debemos aliviar a los otros de su dolor si nos es posible".
Un edificio en llamas.- Tratemos de dejar claro este punto con este ejemplo. Varias personas no han logrado abandonar el edificio en llamas y  gritan desesperadamente pidiendo ayuda. Se ha avisado a los bomberos, pero por alguna razón no llegan. Una multitud va reuniéndose en torno a la casa. Algunos la miran sin pode apartar sus ojos de ella, con una mezcla de ansiedad, curiosidad y miedo. E intentan imaginar lo más vivamente posible lo que estarán pasando quienes se encuentran dentro de la casa. Estas personas lloran, chillan, se arrancan el pelo; en definitiva, están muy afectados emocionalmente. Uno de ellos ha tenido ya un ataque y yace inconsciente. Otro se ha vuelto loco y anuncia a gritos el fin del mundo. Otro más decide sufrir con, literalmente, los que están en la casa, y se arroja a las llamas. El pánico crece. Pero hay cierto hombre en la multitud que, sin pasar por todos los dolores emocionales que están experimentando los que le rodean, y motivado sólo por su convicción de que van a morir personas si nadie las ayuda, entra en la casa. Y, con riesgo para su propia seguridad, rescata a estas personas. Si se pregunta quién de todos los presentes en la escena manifestó genuina compasión, la respuesta es obvia.
Analicemos brevemente las experiencias que tuvo que atravesar la persona compasiva para salvar a esa gente. Primero, tuvo que comprender, siquiera mínimamente, el peligro al que estaba expuesta la gente de la casa. Pare ello, no le hizo falta quemarse a sí mismo. Eso habría sido una debilidad extrema, disparatada, no compasión. Segundo, hubo de tener valor y la presencia de ánimo suficientes para adentrarse en un gran incendio. Tercero, tuvo que sentirse fuertemente impelido a salvar a aquella gente. Cuarto, hubo de estar dispuesto a sufrir y morir si la situación                        hacía inevitables su sufrimiento y muerte. La compasión es, primero de todo, una acción, y puede o no implicar sufrimiento según las circunstancias.
Como muestra este ejemplo, cualquier acto compasivo requiere más que el mero sufrir-con. La persona compasiva podría sufrir, en efecto, al involucrarse en la situación del que sufre, pero su sufrimiento nunca será simplemente el del que sufre. Es por voluntad propia, a consecuencia de su intención compasiva, por lo que sufre, mientras que la víctima lo hace contra su voluntad. El compasivo no se deja dominar por el sufrimiento, mientras que el sufriente está débil e indefenso. El compasivo es capaz de ayudar precisamente porque no es susceptible de sufrir en el mismo grado que la víctima. En este sentido, su deber es permanecer impasible, inasequible al sufrimiento.
Para terminar, la persona que actúa por compasión debe ser tanto impasible, para poder ayudar, como pasible, o capaz de sufrir si la situación lo requiere. Este análisis de la compasión humana puede aplicarse, por vía analógica, al acto de compasión divina que supone la encarnación. La compasión divina presupone  tanto la pasibilidad como la impasibilidad. La doctrina patrística de la encarnación sostiene ante todo que Dios, permaneciendo divino por completo, se volvió humano, aceptó las limitaciones de la existencia humana, sufrió voluntariamente para la salvación del mundo y triunfó al fin sobre el pecado, la muerte y la corrupción. Dios es impasible, en tanto que puede soportar el sufrimiento, y pasible, en tanto que sufre en y con la naturaleza humana.
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A MODO DE CONCLUSIÓN
El gradual desarrollo de la doctrina de la encarnación durante el período patrístico posee una extraordinaria elegancia lógica. Nos situaremos en mejor posición de apreciarla si liberamos nuestra sensibilidad histórica de los presupuestos de la teoría de la caída de la teología en la filosofía helenística. Este enfoque interpretativo resulta especialmente desorientador en lo que respecta a la teología patrística de la participación divina en el sufrimiento. Contra lo que equivocadamente se suele pensar, en el mundo helenístico no había nada semejante a un "axioma de la impasibilidad divina" generalmente admitido. Las escuelas paganas de filosofía presentaban concepciones incompatibles de la naturaleza divina, así como de las emociones y de la intervención divina en el mundo [Esta forma de argumentar constituye un caso clásico de falacia genética. Sin duda, el hecho de que una determinada idea -en este caso la idea de impasibilidad divina- haya sido usada por los filósofos griegos o la mística sufí o el idealismo alemán) no la desacredita automáticamente. Obviamente, el crítico debe demostrar que los antiguos filósofos estaban equivocados al afirmar que Dios era impasible. De hecho, el crítico ni siquiera puede demostrar que los filósofos coincidieran al respecto. Los epicúreos enseñaban que los dioses tenían emociones antropomórficas, si bien no se preocupaban del mundo. Por el contrario, los estoicos valoraban en gran medida el ideal moral de la apatheia. No obstante, resultaría extraño, desde un punto de vista lógico, atribuir la apatheia a su deidad material e impersonal. Para los peripatéticos y los defensores del platonismo tardío, la apatheia divina constituía un corolario de la incorporeidad. La adopción por parte de los Padres de la impasibilidad suponía, al menos, una elección entre estas y otras opciones, incluyendo los sumamente pasionales del panteón homérico y de los cultos mistéricos. Lo que es más importante, el crítico pasibilista debe determinar que los teólogos cristianos tomaron prestada la idea de impasibilidad de los filósofos paganos sin haberla bautizado previamente]. Además, la imagen de Dios que la Biblia presenta está lejos de ser irrestrictamente pasibilista: La tensión entre trascendencia y participación en la historia es esencial en el canon bíblico. La teología patrística no tenía que elegir entre la deidad apática de los filósofos y el Dios sufriente de la Biblia, porque estas concepciones de Dios no son sino sendos constructos intelectuales erróneos, y no las verdaderas opciones de que disponían los teólogos de la antigüedad tardía. La doctrina de la encarnación que construyó la Iglesia era distinta a todo lo que el pensamiento helenístico podía ofrecer.
Durante las principales herejías cristológicas, la postura de la Iglesia fue la de rechazar, una tras otra, las tres estrategias erróneas que pretendieron eliminar la tensión entre la condición divina de Cristo y las experiencias humanas de su ministerio en la tierra -tensión que expresa con toda rotundidad la paradójica tesis "el impasible sufrió"-.
La tensión vital de la encarnación puede disolverse principalmente, por tres vías (que han adquirido multitud de variaciones a través de la historia cristiana): Cabe a) negar la realidad de las experiencias humanas de Cristo; b) renunciar a la condición divina de Cristo; o bien c) afirmar que las acciones divinas y las experiencias humanas corresponden a distintos sujetos. Los docetistas eligieron la primera de estas soluciones, los arrianos la segunda y los nestorianos la tercera.
Docetistas, arrianos y nestorianos -matices metafísicos y teológicos aparte- coincidían en que la impasibilidad excluía la participación directa del sujeto divino en el sufrimiento y su intervención en la historia. Sostenían que las experiencias humanas eran indignas de Dios y no podían predicarse de él sin rebajar la integridad de la naturaleza divina.
Los teólogos ortodoxos, en cambio, consideraban que  la impasibilidad divina matizada era incompatible con ciertas emociones adecuadas a Dios y con el sufrimiento de la Palabra encarnada, en y a través de la naturaleza humana. La impasibilidad era, para los ortodoxos, señal incuestionable de identidad divina. Así, el afán por proteger la paradoja del Dios impasible que sufrió en lacarne se convirtió en la fuerza motriz de los debates.
Los docetistas se sumaron a una famosa crítica al cristianismo que veía en la crucifixión una ofensa a la fe pagana. Era, además de de mal gusto, metafísicamente imposible que la suprema deidad se involucrara directamente en el malvado mundo de la materia. Para estos grupos, la impasibilidad divina excluía cualquier posibilidad de que Dios participara en los sufrimientos y en las penalidades de los hombres. Sobre esta base, los docetistas declararon que las experiencias de Cristo eran putativas y no involucraban en absoluto a su divinidad. La Iglesia se opuso tenazmente a este movimiento e insistió en que la realidad del sufrimiento de Cristo era innegable históricamente y significativa soteriológicamente. La tradición apostólica, las prácticas sacramentales de la Iglesia y la muerte de los mártires atestiguaban la realidad de la crucifixión y su vital importancia en la fe. El propio culto de la Iglesia sugería que Cristo era divino en algún sentido importante, aunque la naturaleza exacta de tal condición divina no fuera clara hasta el siglo IV.
La segunda etapa de este proceso teológico la representa el intento arriano de disolver la paradoja de la encarnación. La nueva estrategia, al menos desde cierto punto de vista, era exactamente la opuesta a la de los docetistas. Lo que impedía a los arrianos equiparar a Cristo en divinidad al Dios altísimo era la brutal e indecorosa realidad de sus sufrimientos terrenales. Reaccionado contra la posición patripasiana, los arrianos establecieron una estricta división entre el Dios impasible y el Logos pasible. Así, en el esquema del arrianismo, el Logos tenía que ser más que un simple hombre -para que su sufrimiento tuviera el significado soteriológico universal que los evangelios declaran-, pero menos que el Dios altísimo -para poder cambiar y sufrir-. Al cabo de una larga lucha, el pensamiento conciliar de la Iglesia alcanzó a reconocer sin ningún género de duda que en Cristo estaba el Creador, que entró en su creación para redimirla, y que la lógica de nuestra salvación requería la plena divinidad de Cristo. Con ello, la Iglesia elevó la tensión entre la identidad divina de Cristo -cuya marca era la impasibilidad- y sus experiencias humanas hasta niveles hasta entonces desconocidos. Era inevitable, por tanto, que la cuestión en torno al modo exacto en que Dios participaba en el sufrimiento de Cristo volviera a surgir con nuevos ímpetus. Los autores pronicenos únicamente aportaron pistas parciales para solucionar el problema, pero fue en la controversias nestoriana cuando por fin este asunto recibió una atención sistemática.
Los nestorianos trataron de resolver la cuestión distinguiendo dos sujetos en la narración evangélica: por un lado, el hombre habitado por el Logos, y por otro, el Logos que habitó en el hombre. Nestorio sostuvo que ninguna forma de implicarse en el cambio y el sufrimiento era propia del Logos. Por consiguiente, todas las experiencias de la encarnación debían referirse al hombre y no al Logos divino.
En su réplica a las acusaciones de theopatheia, Cirilo de Alejandría llevó a la que sería su digna conclusión a varios siglos de deliberaciones patrísticas. Cirilo cayó en la cuenta de que atribuir sufrimiento a la naturaleza divina misma convertiría en algo superfluo su hacerse hombre, mientras que el otro extremo, es decir, predicar el sufrimiento únicamente de la naturaleza humana, significaría rebajar la participación divina. Como sabemos, Nestorio se decantó por la segunda opción, y no pocos defensores modernos del sufrimiento divino tienden a contentarse con la primera. Así, por ejemplo, Jürgen Moltmann, Eberhard Jüngel y Richard Bauckmam ven en la crucifixión la revelación definitiva de la identidad divina de Jesús. Pero si éste fuera realmente el caso, si la identidad divina estuviera definida por el evento de la crucifixión de una manera que sugiriese que fue, en efecto, la naturaleza misma de Dios la que sufrió al modo humano, su hacerse carne resultaría del todo innecesario. Porque, de este modo, la carne sólo estaría, a su imperfecto modo, duplicando el sufrimiento al que la Palabra ya estaba sometida en su propia naturaleza. Es crucial, por lo tanto, diferenciar aquello a lo que la Palabra se somete en su propia naturaleza de lo que sólo se le puede atribuir por virtud de su apropiación de la naturaleza humana.
Lo que Cirilo defendió en su respuesta a Nestorio era precisamente esta distinción. Cirilo parte, en todas sus reflexiones sobre la encarnación, del auto-vaciamiento, que es la restricción del poder divino de la Palabra que acepta voluntariamente las limitaciones de la encarnación. La Palabra hizo propiamente suyas las experiencias humanas, cambiándolas desde dentro: lo que en ellas había de violento, involuntario, trágicamente absurdo, fatal para las personas normales, el ministerio de la Palabra lo volvió voluntario, soteriológicamente valiosos y vivificante. La Palabra que en las alturas no sufre en su propia naturaleza padeció al apropiarse la naturaleza humana y triunfó sobre el sufrimiento. La celebración de esta paradoja en los himnos y credos es el logro que culmina una noción distintivamente cristiana de la intervención divina, una idea sobre la que ninguna escuela filosófica puede reclamar una ascendiente exclusiva. Cirilo fue quien, hasta un nivel nunca igualado por el resto de los teólogos patrísticos, supo descubrir que en esta paradoja yace el centro neurálgico del evangelio.


EL SUFRIMIENTO IMPASIBLE DE DIOS

A.- IDEAS EQUIVOCADAS SOBRE  LA IMPASIBILIDAD DIVINA
Se ha convertido en algo típico rechazar la impasibilidad divina por superficiales razones etimológicas. A la teología patrística se le atribuye falsamente un lóbrego panorama de acuerdo con el cual Dios es apático, indiferente, despreocupado del mundo, emocionalmente distante y, en ese sentido, impasible. La opinión general podría resumirse en algo parecido a: "La aceptación del Dios apático en la cristología clásica provocó dificultades teológicas insolubles. Rasgos como la piedad, la compasión y el amor parecen incompatibles con una 'inmutabilidad' absoluta".
Además, los críticos de la impasibilidad divina no cesan de advertir que los Padres bebieron de las fuentes envenenadas de la filosofía helenística: "El 'Dios apático' de Aristóteles fue entronizado en la mente humana, y ningún otro ídolo ha costado más eliminar"; "Los Padres de la Iglesia derivaban su definición de la perfección inmutable y absoluta serenidad de la deidad más de la teología filosófica griega que de la revelación de Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo". Consiguientemente, la teología moderna del sufrimiento divino es presentada como un largo tiempo esperado mensaje de liberación de las cadenas de la filosofía y la idolatría paganas.
Esta forma de argumentar constituye un caso clásico de falacia genética. Sin duda, el hecho de que una determinada idea -en este caso la idea de impasibilidad divina- haya sido usada por los filósofos griegos o la mística sufí o el idealismo alemán) no la desacredita automáticamente. Obviamente, el crítico debe demostrar que los antiguos filósofos estaban equivocados al afirmar que Dios era impasible. De hecho, el crítico ni siquiera puede demostrar que los filósofos coincidieran al respecto. Los epicúreos enseñaban que los dioses tenían emociones antropomórficas, si bien no se preocupaban del mundo. Por el contrario, los estoicos valoraban en gran medida el ideal moral de la apatheia. No obstante, resultaría extraño, desde un punto de vista lógico, atribuir la apatheia a su deidad material e impersonal. Para los peripatéticos y los defensores del platonismo tardío, la apatheia divina constituía un corolario de la incorporeidad. La adopción por parte de los Padres de la impasibilidad suponía, al menos, una elección entre estas y otras opciones, incluyendo los sumamente pasionales del panteón homérico y de los cultos mistéricos. Lo que es más importante, el crítico pasibilista debe determinar que los teólogos cristianos tomaron prestada la idea de impasibilidad de los filósofos paganos sin haberla bautizado previamente.
En vano buscaríamos un texto patrístico en el que la impasibilidad significase apatía o desinterés por la creación. Por ejemplo, Agustín insistía en la diferencia entre la virtud de la apatheia propia de la ascesis cristiana y la insensibilidad. En La ciudad de Dios formula la siguiente pregunta retórica: "Si apatheia es el nombre de un estado en el cual la mente no puede ser afectada por ninguna emoción, ¿quién no consideraría que tal insensibilidad es el peor de todos los defectos morales?". Según Agustín, por lo tanto, apatheia era sencillamente dureza de corazón. Siguiendo a Justino Mártir y a otros autores cristianos primitivos, Agustín propone que el estado de la resurrección se caracterizará por la apatheia, entendida como libertad del sufrimiento y de los impulsos irracionales, así como por el gozo y el amor. La mayor parte de los pasibilistas contemporáneos simplemente ignoran estos testimonios y siguen identificando la impasibilidad divina con la atrofia emocional.
En la teología ascética, la apatheia remite a la condición del alma liberada de las ligaduras a los pensamientos y deseos pecaminosos. Según Evagrio Póntico, "la progenie de la apatheia es el amor". Lejos de ser la ausencia total de emociones, la apatheia es requisito para el amor cristiano, purificado de todo deseo egoísta. De manera análoga, la impasibilidad divina, en el sentido de control absoluto sobre los estados emocionales, es condición necesaria del amor, misericordia, compasión y providencia divinos. Por desgracia, en la actualidad la mayoría de defensores del pasibilismo siguen ignorando estos testimonios históricos, de modo que interpretan la impasibilidad divina como impotencia e indiferencia emocional.
Por lo  general, me parece lamentable la generalizada tendencia contemporánea a sacar conclusiones psicológicas y políticas sin fundamento a partir de algunas nociones metafísicas. Es bien conocido que Sartre sentía la náusea al reflexionar sobre la idea de infinito. Algunos teólogos actuales son incapaces de pensar en la omnipotencia divina a no ser en términos de tiranía, absolutismo u otra forma detestable de gobierno [Conste que acepto que pueda pensarse en la omnipotencia divina en tales cuestionables términos. Sería ingenuo, desde un punto de vista histórico, negar que el término "todopoderoso" ha tenido una serie de complejas connotaciones políticas en la imaginación colectiva de la cristiandad. Es posible, por ejemplo, contemplar el icono bizantino de Cristo pantocrátor e interpretar que hasta cierto punto da carta blanca a los abusos autocráticos del poder imperial. Tampoco abogo por una tesis estéril según la cual la noción de omnipotencia divina sea intrínsecamente apolítica. Por el contrario, propongo leer el icono del Cristo pantocrátor como un recordatorio de que el único señorío absoluto que han de reconocer los creyentes es el de Cristo y no el de cualquier gobernante del mundo].
Tales distorsiones son posibles cuando la omnipotencia divina es separada de forma errónea y arbitraria de la bondad, el amor y la compasión perfectos de Dios. Un Dios dotado de un poder infinito que sea a la vez malvado es posible concebirlo como un tirano y un auténtico exterminador. Sin embargo, la omnipotencia divina no puede separarse de su bondad perfecta, pues en Dios todos sus atributos están unidos mediante una conexión inefable. No puede existir mejor panacea para toda forma de idolatría humana, de apropiación del poder y de tiranía que la bondad rebosante y el amor sacrificado de Dios omnipotente. Una deidad con un poder limitado sería demasiado débil para oponerse a las usurpaciones del poder y a la idolatría humanas.
En ocasiones los teólogos políticos desarrollan una hermenéutica de la sospecha parecida frente a los otros atributos divinos. Cuando un término metafísico carece de connotaciones políticas y psicológicas obvias, tal vocablo es rechazado por ser demasiado impersonal, estático y abstracto (en vez de ser personal, dinámico, discreto o relacional). Por lo visto, este planteamiento es sumamente efectivo a nivel retórico, dado que numerosos teólogos recurren a él como un "ataque preventivo" a fin de impedir cualquier reflexión seria sobre los conceptos que cuestionan.
El Dios impasible ha sido llamado "el celestial Narciso", "el monarca autoprotector", "el gobernante patriarcal", "el mirón eterno" (Camus) y ha recibido muchas otras designaciones poco lisonjeras. Supongo que los teístas tradicionales podrían devolver el cumplido llamando al Dios del pasibilismo moderno "el masoquista celestial perpetuo", "la copia feuerbachiana de la humanidad sufriente", "el ídolo del liberalismo teológico autoflagelante" o "el gran fantasma de la ideología victimista" (a elegir). A veces se ha psicoanalizado al Dios del teísmo clásico como una proyección del yo cartesiano y al Dios del pasibilismo moderno como una proyección del yo romántico. Al margen de lo intelectualmente sugerente que tales caricaturas puedan ser, solo son distracciones que impiden realizar un análisis en profundidad de las alternativas metafísicas. Sugiero que se lleve a cabo una completa purificación de la imaginación teológica contemporánea a través de una fuerte dosis de ascesis mental. Hablando sin rodeos, no es preciso recoger todo apasionado pensamiento que invade la mente lógica al reflexionar sobre las perfecciones divinas. En el espíritu del segundo mandamiento, creo que es momento de pedir una moratoria para el intercambio de insultos respecto a Dios.
Más en serio, se ha planteado que la asunción de la impasibilidad divina hace problemático, o incluso incoherente, todo intento de explicar las emociones y la participación de Dios en el drama del sufrimiento humano. A esta objeción nos enfrentamos de dos maneras relacionadas entre sí: a) distinguiendo entre los usos adecuados e inadecuados de la impasibilidad y de otros atributos divinos de sino negativo en el discurso teológico cristiano; y b) planteando que, para ser redentor, la participación de Dios en el sufrimiento debe estar caracterizada por la impasibilidad.

B.- LA FUNCIÓN DE LA IMPASIBILIDAD DIVINA EN LA CRISTOLOGÍA PATRÍSTICA
¿Qué función tiene realmente la impasibilidad divina en los textos patrísticos? La noción de impasibilidad divina aparece comúnmente en el contexto de otros rasgos apofáticos de la trascendencia divina, como la inmortalidad, la inmutabilidad, la invisibilidad, la incorporeidad, la ininteligibilidad, la increatureidad, etc. Ello implica que la impasibilidad divina es en primera instancia un término metafísico, que describe la diferencia de Dios respecto al orden creado, no un término psicológico que denota (tal como alegan los pasibilistas modernos) la apatía emocional de Dios. Cuando Melitón dice que "el [Dios] invisible es visto" lo que pretende afirmar es que el Dios que, por naturaleza resulta inaccesible a los sentidos ordinarios (Jn 1,18), bajo determinadas circunstancias y por una serie de razones, se hace visible (Mt 5,8; Jn 14,9; 1Jn 1,1-3). De forma similar, el Dios increado crea y se revela a sí mismo por medio de los objetos materiales. Tal como la Iglesia ortodoxa canta en el viernes santo: "Hoy, aquel que es por esencia inalcanzable, se deja alcanzar por mí y sufre la pasión, librándome de las pasiones". Dios es el Otro santo y, en ese sentido, resulta "inalcanzable", pero es también un Padre amoroso y, en ese sentido, se deja alcanzar cuando así lo decide.
Si se rechaza el atributo de la impasibilidad divina basándose en que hay casos de la revelación donde se dice que Dios sufre, nos enfrentaremos a dificultades parecidas en relación con todos los atributos negativos de la trascendencia divina. Desde el punto de vista metodológico, constituye un error aislar el concepto de impasibilidad de Dios, al modo en que lo hacen a menudo algunos defensores actuales de la pasibilidad divina, y deshacerse de él sin prestar atención al problema en su conjunto: ¿cómo es posible reconciliar los atributos del Creador trascendente con la revelación de Dios llevada a cabo en el seno de las condiciones finitas del orden creado? Trataremos brevemente tres estrategias complementarias que sirven para abordar esta dificultad.
La primera estrategia consiste en interpretar las afirmaciones paradójicas como recursos poéticos que transmiten "intuiciones por medio de la contraposición de imágenes, intuiciones que no pueden ser comunicadas de ninguna otra manera". Esta lectura de las paradojas parece especialmente relevante a la hora de interpretar el lenguaje auténtico de Melitón y de otros autores bizantinos de himnos de época tardía. La poderosa yuxtaposición de los atributos divinos de Cristo ("el que colgó "la tierra sobre las aguas...") y sus experiencias humanas de sufrimiento y muerte ("...cuelga del madero") en la liturgia de viernes santo está destinada a instilar en los corazones de los creyentes un sentimiento de contrición, angustia, gratitud y asombro ante la profundidad de la humillación libremente escogida por Dios. De acuerdo con esta lectura, el lenguaje paradójico es una técnica contemplativa destinada a dirigir la mente de los creyentes para que mediten y oren sobre el misterio de la muerte y resurrección de Dios, el misterio que en definitiva escapa de toda palabra humana y de todo modo de expresión. Vemos con buenos ojos esta forma de comprender la función del lenguaje paradójico, en tanto en cuanto no se establezca una rígida distinción entre el lenguaje supuestamente puramente afectivo de la poesía y de la oración por un lado y el lenguaje de la teología filosófica por otro. Cuando los autores de himnos bizantinos alaban a Dios, hacían teología; a la inversa, cuando los padres hacían teología, seguían rezando.
La segunda estrategia toma la proposición "el impasible sufrió" como un casi particular de lo que algunos han llamado "paradoja de lo definitivo religioso". Esta paradoja consiste principalmente en reconocer las limitaciones del lenguaje religioso: mientras que, por una parte, algunos predicados (no todos) pueden ser justamente atribuidos a Dios, por otra parte, desde la perspectiva de la teología apofática, ningún predicado puede ser aplicado a Dios, pues este no pertenece al mismo orden ontológico. Independientemente de los necesarios matices que se apliquen a la tesis de que Dios sufre, se debe reconocer al mismo tiempo que Dios es impasible, porque trasciende todo sufrimiento, del mismo modo que trasciende todas las demás realidades.
La tercera y última estrategia pasa por interpretar el sufrimiento impasible de Dios como un caso especial de coincidentia oppositorum. La impasibilidad permite a Dios participar del sufrimiento en la medida de lo posible, en la manera en que solamente Dios puede. Los críticos del teísmo patrístico objetan que la idea de que Dios trascienda el sufrimiento convierte a Dios en un ser apático e incapaz de compadecerse. De hecho, lo contrario es cierto. Precisamente porque Dios trasciende infinitamente todo sufrimiento humano, es capaz de superarlo y manifestar auténtica compasión. Justamente porque Dios no se juega nada en la experiencia del sufrimiento, no es abrumado por él. Dios mantiene su libertad y permanece activo en medio de los padecimientos. La participación divina en el sufrimiento nunca carece de sentido, sino que siempre resulta intencionada, teniendo como meta aliviar la miseria de sus criaturas.
Ya en el siglo III Gregorio Taumaturgo (ca.213-ca.270) constató la mayoría de estas cuestiones en su tratado A Teopompo. Sobre la impasibilidad y pasibilidad de Dios. Gregorio explicó el carácter voluntario del sufrimiento de Cristo de la manera siguiente: "Pues él, en sus padecimientos, sigue siendo tal como es, aceptando libremente sobre sí los sufrimientos humanos, y no padece los dolores que brotan de las pasiones humanas. Pues Dios es aquel que sale ileso de todo sufrimiento, y es facultad suya permanecer siempre idéntico a sí mismo". Dios preserva su libertad e inmutabilidad incluso en medio del sufrimiento. Según Gregorio, Dios manifiesta su impasibilidad no manteniéndose apartado, sino participando en el sufrimiento:
"No habríamos sabido que el impasible lo es si no hubiese participado de las pasiones y si no hubiese experimentado su fuerza. La impasibilidad, pues, se abalanzó sobre las pasiones como una pasión, de forma que por su propia Pasión muestra que es la causa del sufrimiento de las pasiones. Así, las pasiones no fueron capaces de enfrentarse al peso de la fuerza de la impasibilidad".
En los días de Gregorio muchos paganos afines al mundo de la filosofía consideraban que esta manera de usar la impasibilidad era en buena medida inaceptable, tal vez rayando incluso lo absurdo. Sostenían que al Dios impasible le sería más adecuado disociarse por completo de toda participación en la miseria humana. Gregorio atribuye a estos filósofos que se oponen a él al idea de que "Dios está volcado sobre sí mismo y se deleita en sí, a resultas de los cual no  hace nada y no deja hacer nada". Seguidamente, Gregorio plantea que un Dios despreocupado por su creación es débil e inactivo. Llega incluso a afirmar que "en Dios sería una gran pasión no cuidar de los seres humanos". De forma parecida a Agustín, Gregorio contempla la impasibilidad divina y el cuidado providente no solamente como elementos compatibles, sino como aspectos que se refuerzan mutuamente. En este caso Gregorio emplea el término passio en el sentido de un defecto o de una carencia, una connotación que en buena medida se ha perdido en el término "pasión". Asimismo, parece poner de relieve que una persona apasionada puede ser indiferente y estar absorbida de forma egoísta en el mundo de sus propias emociones. Por ejemplo, el Zeus griego era un dios sumamente apasionado, pero apenas compasivo. Esto a menudo escapa a esos teólogos contemporáneos, los cuales creen que hacer de Dios un ser super-emotivo y omni-relacional significa garantizar su compasión. Dios puede ciertamente mantener relaciones, pero también el Diablo (imagino que también este tiene sus momentos de euforia). Volviendo a nuestro tema, la afectividad y la relacionalidad divina han de ser cuidadosamente matizadas antes de que puedan desempeñar su función en una explicación coherente de la compasión de Dios.
Además, Gregorio sostiene que sería indigno de Dios abandonar a sus criaturas, de forma que mueran en pecado e ignorancia, sin prestarles ningún auxilio. Gregorio compara al Dios benevolente de los cristianos con un médico que, "cuando desea curar a aquellos que se ven afligidos por graves enfermedades, acepta de buen grado las dificultades que conlleva su ministerio para con los enfermos, pues ya anticipa el gozo que poseerá cuando se recuperen". Es apropiado que Dios participe del sufrimiento humano a fin de sanarlo. Esta analogía terapéutica y la justificación teológica de la participación de Dios encarnado en el sufrimiento se convirtieron en un tópico de la literatura patrística.
Gregorio es bien consciente del hecho de que la impasibilidad divina puede utilizarse en lo que denominamos un sentido burdo, que descarta cualquier forma de participación divina en el pathos. Los defensores del platonismo tardío atribuían esta clase de impasibilidad a la esfera noética. Los gnósticos, sobre todo aquellos que mostraban inclinaciones docetistas, afirmaban que, puesto que Dios era impasible, resultaba metafísicamente imposible y moralmente inapropiado que participara del mundo maligno de la materia asumiendo un despreciable cuerpo humano. Más de un siglo después, los arrianos plantearon que, dado que el Dios ingénito era impasible, no podía ser ontológicamente igual al Logos sufriente. En el siglo V, a fin de salvaguardar la noción de impasibilidad divina sin restricciones, los nestorianos defendieron una tajante división entre las acciones divinas de Cristo por un lado y sus experiencias humanas por el otro. Al margen de sus profundas diferencias teológicas, los docetistas, los arrianos y los nestorianos comparten un mismo planteamiento en relación con la impasibilidad divina. Los tres grupos recurren a la impasibilidad divina sin matizarla, como una propiedad que excluye categóricamente la participación de Dios en cualquier clase de sufrimiento. Resulta significativo el hecho de quela Iglesia haya rechazado tal uso de la impasibilidad divina como algo viciado.
En respuesta, los Padres de la Iglesia defendieron la realidad del sufrimiento de Cristo frente a los docetistas, la plenitud de la divinidad del Hijo encarnado frente a los arrianos y la unidad de su persona frente a los nestorianos. Para los Padres, la impasibilidad divina era perfectamente compatible con el cuidado providente de Dios, el cual llegaba a participar en el sufrimiento. Algunos teólogos contemporáneos no consiguen entender la idea principal de la cristología patrística al reducir la aportación de los Padres de la Iglesia a una versión del docetismo o del nestorianismo. Cuando los Padres del quinto concilio ecuménico, siguiendo las intuiciones de Atanasio y de Cirilo de Alejandría, afirmaron que "uno de la Santísima Trinidad sufrió en la carne" trataron de subrayar que Dios no dejaba de ser Dios cuando se adentró en las condiciones del sufrimiento humano. En una afirmación como "el Impasible sufrió", la impasibilidad divina sirve para poner de manifiesto la trascendencia divina, así como para indicar que la divinidad de Dios no se ve reducida.
Empleado a modo de adverbio, como en  la expresión del Triodion cuaresmal "e impasiblemente te has sometido a tu pasión", la impasibilidad divina matiza el modo en que Dios soporta el sufrimiento. Leer estas afirmaciones de forma nestoriana, como si dijeran que el sujeto divino en absoluto está afectado por el sufrimiento, supone malinterpretarlas. Cuando los Padres decían que Dios sufría impasiblemente, pretendían subrayar que Dios no era derrotado por los padecimientos y que la participación divina en el sufrimiento transformaba esta experiencia. En la encarnación dios hizo suyo el sufrimiento humano a fin de transformarlo y redimir la naturaleza humana. En las palabras del Triodion cuaresmal: "Has aniquilado las pasiones (πάϑη) de mi  carne por tu divina cruz, y por tu pasión (πάϑος) has liberado a todos los hombres de las pasiones (πάϑη)". Adviértase el intrincado juego de palabras en la cita: πάϑος (en singular) remite al drama de la cruz, mientras que πάϑη (en plural) se refiere a los deseos humanos pecaminosos. Este juego de palabras solo puede ser traducido de forma aproximada.
Dadas las complejidades exegéticas del término πάϑος y sus derivados, algunos estudiosos de hoy en día han planteado que, mientras que la noción de apatheia divina puede haber desempeñado una valiosa función en la teología patrística, sería mejor que los teólogos actuales abandonaran dicho concepto a causa de su presuntamente permanente asociación con la apatía. Por lo general, nos oponemos a cualquier aislamiento histórico y domesticación de las ideas patrísticas, y en este caso en particular no podríamos estar más en desacuerdo. La apatheia, incluso en su versión estoica menos atractiva, tiene que ver con la apatía lo mismo que la amnesia con la amnistía. La tesis según la cual ha de abandonarse todo discurso sobre la impasibilidad divina debido a que la noción ha sido malentendida muy a menudo constituye un caso clásico de argumento abusivo. Independientemente de lo poderoso que pueda ser su atractivo retórico, se trata de un razonamiento profundamente viciado. Según muestra incluso una reflexión muy superficial sobre la omnipotencia  divina, el teólogo se ve acuciado por una serie muy parecida de dificultades hermenéuticas en el caso de cualquier atributo divino, incluyendo conceptos aparentemente poco problemáticos como el amor y la compasión. Nos parece equívoco aislar el concepto de impasibilidad divina y exigir que todos los posibles usos que se hagan de él sean inmunes a la crítica como requisito de la viabilidad del concepto. Tal como hemos sostenido anteriormente, la impasibilidad divina no solo resulta compatible, sino que de hecho es un corolario de una manera adecuada de comprender el amor y el cuidado providente de Dios. En el último apartado abordaremos las dificultades a las que el abandono de la impasibilidad divina ha conducido a aquellos defensores actuales de la pasibilidad que hacen del sufrimiento un rasgo permanente de la vida interior de Dios.

C.- PROBLEMAS IMPLICADOS EN EL CONCEPTO DE SUFRIMIENTO DIVINO ETERNO
Muchos teólogos contemporáneos que afirman que Dios sufre eternamente tienden a concebir el sufrimiento como un rasgo permanente del amor divino. Coincidimos con la legítima preocupación de esos teólogos para los que la formulación del amor de Dios manifestado en la cruz debe ser acorde con los rasgos del amor divino en relación con la creación y con el amor compartido por las personas de la Trinidad. En las palabras de un teólogo ruso decimonónico, el metropolitano Filareto de Moscú, "el amor del Padre es crucificante, el amor del Hijo es crucificado y el amor del espíritu Santo triunfa por el poder de la cruz". Sin embargo, frente a quienes eternizarían el sufrimiento divino convirtiéndolo en un atributo de la Trinidad inmanente (tal como, por ejemplo, hacen Jürgen Moltmann y sus discípulos), sostendría que el amor que se manifiesta en la cruz incluye no solo el sufrimiento de todos aquellos abandonados por Dios, sino que también posee la fuerza de la resurrección para transformar y conquistar todo sufrimiento, penetrando hasta las entrañas mismas del infierno.
Mañana, el día en que se proclama el evangelio de la resurrección de Lázaro, Cristo estará llorando (litúrgicamente hablando) ante la tumba de su amigo. En sintonía con las intuiciones teológicas de Cirilo de Alejandría, los Padres enseñaron que Aquel que lloraba era Dios encarnado en persona. Sin embargo, Aquel que lloraba no se limitó a permanecer ante la tumba de Lázaro, lamentándose durante toda la eternidad, como imaginan algunos defensores de la pasibilidad. También ha resucitado a Lázaro de entre los muertos. Así, Aquel que lloraba ha triunfado sobre el dolor y la mortalidad cuando revivificó a Lázaro.
De todo ello se sigue que, a fin de ser capaz de llevar a cabo la redención, Dios debe ser más que "alguien que sufre con nosotros y nos entiende", según la propuesta de algunos. Un Dios que meramente padece con nosotros no puede ayudar a quienes sufren. La compasión divina es mucho más que conmiseración sentimental. Llegará el día en que Dios enjugará todas las lágrimas de los ojos de quienes sufren (Ap 7,16), al igual que ha enjugado las lágrimas de Marta y María resucitando a su hermano Lázaro d entre los muertos. Ello significa que las lágrimas, la pena y el dolor no tiene la última palabra en la vida de Dios, contrariamente a lo que libros con títulos como Las lágrimas de Dios y Teología del dolor de Dios nos inducirían a pensar.
El sufrimiento divino eterno no tiene ningún objeto, salvo la perpetuación de la miseria. Postular un sufrimiento irredento en Dios, como tienden a hacer algunos teólogos actuales, supone eternizar el mal. Lejos de ofrecer una teodicea convincente, proyectar el sufrimiento de la humanidad en la vida interior de Dios solamente complica el problema del mal. Dentro de este cuadro, que ejerce un magnetismo casi hipnótico en los defensores contemporáneos de la pasibilidad, se trivializa y de idealiza la naturaleza destructora del sufrimiento como algo intrínsecamente valioso y redentor. Si pudieran, las víctimas de los gulags y de los campos de concentración nazi clamarían al cielo, quejándose de este concepto de Dios, pues por su propia experiencia han aprendido que un sufrimiento prolongado destruye a la persona, si no se resiste físicamente y se supera espiritualmente. Sin duda, los mártires cristianos no sufrieron dolores atroces en esta vida para poder seguir aguantando el mismo dolor con Dios por toda la eternidad. Sería una pesadilla. La mortalidad y las penalidades que esta conlleva son por definición rasgos de esta vida, no de la vida eterna. [Recordemos las palabras de la liturgia funeraria de la Iglesia ortodoxa oriental: "Junto a los santos da descanso, oh Cristo, al alma de tu siervo, donde no hay dolor, ni pena, ni sufrimiento, sino vida sin fin"].
La teología del sufrimiento divino eterno constituye una glorificación errónea y sentimental del mal, pese a las buenas intenciones de aquellos que la proclaman. El salvador que padece eternamente precisa de otro salvador impasible, pues solo este puede rescatar al salvador impotente de su miserable destino. Es posible imaginar que un salvador tan impotente estaría absorbido por el drama de su propio sufrimiento de tal manera que no sería capaz de compadecerse sentimentalmente de sus criaturas.
De acuerdo con el espíritu patrístico, sería apropiado hablar de la victoria eterna y decisiva de Dios sobre el sufrimiento y la muerte, un triunfo caracterizado p or la impasibilidad, no por el sufrimiento divino durante toda la eternidad, acompañado por el rechazo de la impasibilidad. Cuando los pasibilistas modernos (en muchos casos por buenas razones) protestan contra el falso triunfalismo de la theologia gloriae, no reconocen suficientemente que la theologia crucis constituye en buena medida una teología de la desesperación al margen de la theologia resurrectionis, es decir, del mensaje de la victoria definitiva de Dios sobre la muerte. En las palabras del troparion pascual ortodoxo, "Cristo ha resucitado de entre los muertos, pisoteando al muerte con la muerte y   dando la vida a quienes yacían en la tumba". El sufrimiento de Cristo en la cruz tiene valor redentor universal solo si el pecado y la mortalidad han sido conquistados de una vez por todas por la fuerza de la resurrección.
Los Padres, desde Melitón de Sardes hasta los anónimos autores del himno del Triodion cuaresmal, han preservado fielmente la paradoja del sufrimiento impasible de Dios en la carne. Esta paradoja capta la tensión vital entre la trascendencia de Dios y su plena divinidad por una parte, y la participación íntima de Dios en el sufrimiento humano, por la otra. Dios es impasible en la medida en que es capaz de conquistar el pecado, el sufrimiento y la muerte, y Dios es también pasible (en un sentido cuidadosamente matizado) en la medida en que en la encarnación ha decidido adentrarse en la condición humana para transformarla. Dios sufre en la naturaleza humana y por medio de ella, asumiendo el dolor y la pena en su vida y apropiándose de tales experiencias.
Algunos pasibilistas contemporáneos rechazan la cristología de Calcedonia, la cual interpretan de manera equivocada en términos nestorianos, distinguiendo tajantemente los sufrimientos de la naturaleza humana y las acciones de la divinidad. Tales teólogos proponen, en cambio, predicar todo el sufrimiento directamente de la naturaleza divina de Cristo. Consideremos los problemas que provoca ese planteamiento.
En primer lugar, si Dios sufre durante toda la eternidad, entonces no hay nada singularmente redentor en el sufrimiento de Cristo en la cruz. La encarnación es sencillamente una burda copia de lo que Dios ha soportado durante toda la eternidad. En segundo lugar, si todas las experiencias de Cristo pueden ser predicadas directamente de Dios en su naturaleza divina, en otras palabras, si Dios como Dios experimenta el sufrimiento humano del mismo modo en que lo hacen los seres humanos, entonces sería totalmente superflua la asunción de la naturaleza humana. En este esquema, la naturaleza humana simplemente duplica las experiencias que Dios ya ha tenido al margen de la humanidad en su naturaleza divina. En tercer lugar, el sufrimiento eterno de Dios en la naturaleza divina conlleva una cierta forma de corporeidad divina permanente -una conclusión ineludible, que solo algunos defensores modernos de la pasibilidad estarían dispuestos a defender-. Si Dios ya tiene un cuerpo cósmico, resulta innecesario asumir un cuerpo humano adicional en la encarnación. [Es posible desviar estas objeciones.........

. Por último, si en el marco de la encarnación el sufrimiento se predica directamente de Dios en su naturaleza divina, Dios ya no comparte el sufrimiento de la humanidad asumida, sino que padece en total aislamiento del ser humano. Tal como Thomas Weinandy ha señalado acertadamente, "irónicamente, quienes abogan por un Dios sufriente, encerrando el sufrimiento en la naturaleza divina de Dios, han encerrado a Dios lejos del sufrimiento humano". En conjunto, estas objeciones son demasiado serias para que resulte viable el concepto de sufrimiento eterno de Dios.

D.- CONCLUSIÓN
La meta principal de la cristología de Calcedonia fue mantener unidas la divinidad y la humanidad de Cristo, a la vez que se distinguían entre ambas. Difuminando la distinción entre la humanidad y la divinidad, y atribuyendo todas las experiencias humanas de Cristo directamente a Dios, los defensores actuales de la pasibilidad han hecho que la asunción de la humanidad en la encarnación resulte superflua en el mejor de los casos, y metafísicamente imposible en el peor de ellos. Insistimos: Dios, como Dios, no repite lo que nosotros, como humanos, sufrimos. Sin embargo, en la encarnación Dios, que sigue siendo Dios, participa de nuestra condición hasta llegar a la dolorosa muerte en la cruz. Permaneciendo impasible, Dios decide asumir por completo las experiencias de su naturaleza humana. Por estas razones, es preciso recuperar la noción de impasibilidad divina, integrándola de una forma más adecuada en la reflexión teológica contemporánea sobre el misterio de la participación divina en el sufrimiento de mundo.
La cristología paradójica posee el potencial para hacer que la reflexión avance, dejando atrás las caricaturas modernas que guardan relación con el concepto tradicional de impasibilidad, y viceversa, las en ocasiones demasiado negativas lecturas de las propuestas pasibilistas por parte de los defensores de la impasibilidad. La cristología paradójica expresa en el lenguaje de la oración y del símbolo aquello que es tan difícil de formular adecuadamente en el lenguaje del dogma.
Proponer una cristología paradójica no significa deleitarse con la irracionalidad y la incoherencia. Esos viejos vicios intelectuales siguen siendo vicios intelectuales, a pesar de las alabanzas que les han prodigado los sumos sacerdotes del posmodernismo. Lo que queremos decir es que la disolución de la paradoja cristológica, ya sea por parte de quienes rechazan que Dios sea de algún modo impasible, ya por parte de los que descartan que sea pasible, crea mayores interrogantes teológicos que los que plantea el lenguaje paradójico, sin duda alguna también problemático.
El objeto de las declaraciones paradójicas no es otro que preservar la tensión que se da entre la transcendencia divina y su plena divinidad, por una parte, y el interés de Dios por la creación y su participación en el sufrimiento, por otra. Mientras que la cristología paradójica ofrece la posibilidad de plantear diversos modelos kenóticos que resultan plausibles, dicha cristología no descarta aquellos planteamientos que excluyen cualquier noción de impasibilidad divina. Algunos críticos pueden considerar quela reticencia de los compositores de himnos a la hora de especificar en qué medida exactamente participa Dios del sufrimiento humano es teológicamente inmadura y constituye una petitio principii. Creemos que este tema puede ser contemplado bajo una luz diferente. La solidez de esta postura reside en su reserva apofática y en su amplitud: una vez más, no se defiende ningún modelo de participación de Dios en el sufrimiento como si fuera normativo o vinculante, en tanto que se rechaza decididamente la apatía divina y el sufrimiento eterno irredento. Comoquiera que Dios participe en el sufrimiento, no es ni eternamente indiferente al sufrimiento ni eternamente superado por él. Así pues, si reconocemos la insoluble paradoja de la trascendencia e inmanencia divinas que se halla en el centro del misterio de la participación de Dios en el sufrimiento, tendremos una base para lograr un futuro consenso teológico al respecto.



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